Opinión

El inestable equilibrio del abandono

Emiliano Valero Arribas | Sábado, 25 de Octubre del 2025
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Existe una indisoluble unión entre los más bellos paisajes, la más agreste naturaleza y el abandono de los pueblos. Este último aspecto puede ser determinante para que los dos primeros dejen de existir.

Me gusta elegir el otoño para recorrer los pueblos y sus paisajes. Creo que es cuando mejor se captan los sentimientos que guardan sus campos, sus calles, sus paredes...

Hace tiempo que conozco Robledillo de Gata; no hace mucho que mi trabajo me ha vuelto a traer a este lugar recóndito y de gran belleza, pero tenía pendiente una visita en uno de esos días bucólicos del otoño. No puedo dejar de maravillarme por esta larga temporada en que la vida me ha traído a esta tierra que tiene una gran capacidad de atracción, pero que sin embargo se ven obligados a abandonar muchos jóvenes. Otros han decidido volver e iniciar aquí una nueva vida alejada del insoportable ritmo de las ciudades. No es fácil vivir aquí, pero al menos se deja de ser un número para ser una persona, suficiente para recorrer un camino que nos hace más libres y, casi siempre, más felices.

No hace mucho que el pueblo vivió unos días de desasosiego cuando podían ver las llamas quemar las laderas de la sierra de los Ángeles. Se libraron los montes de aquí, pero el fuego hizo irrespirable el aire por el humo. Los mayores asistieron impotentes a esa imagen y guardan en la memoria el antes, sabedores de que no vivirán lo suficiente para volver a ver esos bosques en su esplendor. Los niños también saben que les ha sido robado el paisaje, pero son ajenos a un futuro que, de no remediarlo nadie, los llevará lejos de un pueblo que llevarán en el corazón para siempre, porque la vida te puede obligar a abandonar el pueblo, pero nunca a olvidarlo.

He querido empezar por la parte dura que sale de dentro cuando conoces estas realidades, pero con todo, me quedo con esa parte extraordinaria que es la belleza que guarda el lugar.

Robledillo de Gata es un pueblo con ocho decenas de almas que apenas ha despertado cuando llego. Desde que empezara el nuevo milenio la caída ha sido de 100 habitantes, muchos más de los que quedan ahora. Los escasos niños acaban de entrar al colegio rural agrupado. Mientras haya niños que permitan abrir las puertas del colegio hay esperanzas de futuro. Su cierre es el paso a la irremediable muerte del pueblo como en tantos otros lugares ha ocurrido. 

Cae una fina lluvia, suficiente para recoger a las gentes dentro de los muros de sus casas. Los aleros de los tejados lanzan el agua al centro de sus estrechas y empinadas calles y ésta corre con brío pendiente abajo en busca del Árrago. Las chimeneas humean y crean una atmósfera que cada vez es más difícil encontrar. Huele a leña de roble, a campo, a la memoria de la infancia. Es ahí cuando despiertan unos sentidos que tal vez estaban entumecidos por el fresco y la humedad y que habían sufrido un choque después de bajar de la comodidad del coche. La lluvia hace que las aguas canten con distintos tonos desplegando una creación inimitable. La lluvia, los canales, las fuentes, el río; cada uno marca una musicalidad distinta. Sin embargo, las aves sólo miran, pero no hacen sonar sus siringes. Parecen estar tan tímidas como los paisanos ante este día plomizo que invita a recogerse junto a la lumbre. Echaba de menos el tacto de la brisa otoñal en la cara y el resbalar de la lluvia por las mejillas y las manos. Es una llovizna mansa pero que cala. De una pequeña puerta sale olor a café de puchero y castañas asadas. Es tal que casi puedo saborearlas. Pero si hay algún sentido que aquí se desboca es la vista. Robledillo de Gata y su entorno son todo un espectáculo visual.

Llevo ya un rato caminando por sus calles, sus portales, sus puentes, las orillas de un río Árrago que ya ha superado los malos días del estío. Las aguas limpias y vivarachas le han devuelto la vida sin saber que más abajo se teñirán de negro por las cenizas, pero no es cuestión de romper el momento. 

La conservación del caserío  es espectacular, incluso las casas de nueva construcción guardan el diseño que caracteriza a todo el pueblo. Las viviendas antiguas fueron construidas con lo que el terreno les daba a sus moradores mimetizándose en armonía con el entorno. El pueblo es una maraña de calles, callejones, pasadizos, soportales y plazoletas de arquitectura negra y rojiza a base de piedras de pizarra, madera y adobes que es capaz de transportarte a tiempos lejanos.

A veces me acompaña un perro, tal vez extrañado por la visita en este día de este extraño forastero. En otros momentos me ladra rompiendo el silencio, avisando de mi presencia o quién sabe si diciéndome algo que se me escapa. No hace día para tertulias en la calle, ni siquiera los bares muestran señales de vida en un día de otoño cerrado. Mientras disfruto de una cascada que forma el río casi en las entrañas del caserío, puedo ser testigo de cómo las nubes quedan atrapadas por las montañas hasta exprimirlas. Podría describirse como otro lugar en otro tiempo muy distinto al que hemos creado.

El paisaje es todavía verde, pero pronto los robles empezarán a notar que llega su tiempo de descanso, como también lo harán los castaños. Le robarán esos días el protagonismo a los pinares. Algunas pequeñas viñas ya muestran su vestido otoñal en su ascenso escalonado por la ladera. La madera, la pizarra y el adobe hoy se muestran oscuros por la escasez de luminosidad del día, pero las gotas de lluvia escurriendo les otorgan un puntillismo brillante.

Sigo disfrutando del momento, de la época del año que más me gusta, de la que salen los mejores poemas, las mejores creaciones. A veces son necesarias estas soledades para saber si vas por el camino correcto, para dedicarte un rato a ti mismo, para encontrarte si vas perdido. Algunos de los habitantes de Robledillo de Gata llegaron aquí para eso y aquí se quedaron. Cambiaron lo mucho por lo poco, pero cuando encuentras tu lugar en el mundo y el sentido de la vida, ese poco es suficiente.

En días así Robledillo hechiza, tiene un poder magnético, tiene eso que inexplicablemente te apega a la vida. Da todo lo que se echa de menos en las urbes, esas jaulas en las que nos autoconvencemos de que somos felices mintiédonos a nosotros mismos. Basta con mirar a la cara de cualquier persona en el metro para saber que todo el mundo quisiera huir de allí, pero como si fueran hámsteres dando vueltas en la ruleta no encuentran salida posible.

Mis últimos pasos de este día otoñal en Robledillo de Gata me llevan a uno de los puentes sobre el Árrago. Allí pierdo la mirada pensando en lo recóndito del lugar, en lo difícil que se debe poner la vida para que la gente que una vez tuvo aquí sus raíces tuviera que marcharse buscando un futuro mejor abandonando todo aquello que quería, los lugares en los que pasó la infancia y en definitiva un modo de vida. Esa sangría de pobladores sigue hoy en día. Cuando los últimos se vayan todos habremos perdido para siempre una cultura ancestral que siempre nos tuvo apegados a la tierra y por ende a la naturaleza. Con ellos se irán también esas almas que se encargaron y se encargan de cuidar el entorno, dejarán huérfano un territorio que quedará expuesto a uno de los elementos más destructivos con los que combatimos en la actualidad: los incendios. Esperemos que nunca suceda.

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