Opinión

Historia Ciri con Pirene

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 1 de Noviembre del 2025
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Estoy comentando con Ciri que nuestros amigos lectores y lectoras han debido ponernos una falta, porque no les compartimos los comentarios de nuestra reunión del viernes pasado, pero como son tan comprensivos nos la han perdonado “de todas todas”. 

La necesidad de hacer una acotación a cierta declaración, que se hizo por uno de los responsables de la exposición programada por el 450 aniversario de la Parroquia de la Asunción, fue la causa.

Viene mi amigo muy contento porque tiene en casa la familia de su hijo y los nietos por motivo del puente de Halloween, antes llamábamos de “Todos los Santos”.

—Como somos más modernos…, —comenta el compañero arrugando la frente y poniendo cara de indignación pasajera— copiamos las costumbres extranjeras, aunque sean verdaderamente deleznables, aborrecibles y feísimos los disfraces. 

Para lo pulcro que es mi amigo en la limpieza y el vestir, sería una traición que le comentase sobre la mancha de chocolate que trae en la mejilla. Adivino que es del beso de despedida que le ha dado su nieta, cuando la abuela les ha preparado el chocolate con churros en la merienda. A ver cómo me apaño para limpiarlo sin  que se avergüence.

La cafetería está repleta de gente,  a pesar de eso, como somos puntuales hemos podido sentarnos en nuestro lugar acostumbrado. El café y las magdalenas aumentan con su perfume el disfrute otoñal  que vivimos. Y para demostrarlo nos dedicamos a ellos con unos instantes de silencio.

Decidido me acerco al oído de Ciri y con voz casi imperceptible le comento que en la mejilla derecha tiene rastros del beso de su nieta. Me mira muy serio, afirmo con la cabeza y sonrío con picardía infantil. Le falta tiempo para sacar el pañuelo, impoluto como siempre, y se frota la cara desmesuradamente.

—Estos muchachos son… —rectifica la palabra que se le escapaba— una bendición de Dios.

—Ciri, como estamos en tiempos tétricos entre Halloween que comentabas, el día de los difuntos, te había preparado una historia intrigante. ¿Quieres que te la lea? —no necesitaría preguntarle porque sé que le gustan.

—Claro que sí —responde mientras mastica un pedazo de magdalena.

Extraigo del bolsillo exterior de mi chaqueta un par de folios; intercalo intermedios, para tomar la merienda, mientras voy leyendo. Ciri hace lo propio con la suya y me mira con impaciencia para que comience y lo hago así:

«Había una vez un chico llamado Constantino y una chica de nombre Bébrice; la tradición los sitúa  en el Valle de Arán dentro del Pirineo Catalán. Tras años de noviazgo decidieron contraer matrimonio. Su masía distaba mucho de cualquier centro urbano donde hubiese alguna iglesia, por lo que, habiéndose consultado las familias de ambos contrayentes, decidieron que deberían casarse antes de que llegase el invierno con sus nieves, heladas y cortes de caminos y trochas. 

Pensaron que la ceremonia, sencilla de ritos, podría realizarla el “Avet Pau”, conocido en toda la comarca por sus conocimientos cuasi académicos y experiencia de noventa años en la montaña. No habitaba lejos de los novios, lo que facilitaría su presencia. Convinieron las familias en la fecha, primero de noviembre cuando hayamos recogido los animales, o sea, cuando se haya puesto el sol. 

Así se hizo.   Una ceremonia experimentada en otras ocasiones con sus correspondientes invocaciones a Dios, los santos, almas del purgatorio y resto de espíritus habitantes en la montaña. Las peticiones fundamentales: que se entendieran bien entre ellos y que tuvieran muchos hijos. Este último deseo se encaminaba a que el número alto conllevaba mano de obra gratis para la familia. 

Nadie apreció que en esa noche las campanas de todo el valle resonaban en recuerdo de los finados.

Cenaron, bailaron, corrió por las gargantas el licor de cassis y se fueron a acostar, todos a dormir y descansar; menos los novios que se dedicaron a cumplir sobradamente con el mandato de consumar el matrimonio. Había salido el sol hacía bastante rato y la puerta del dormitorio seguía sellada. Al final del recorrido celeste del astro luminoso se oyó descorrer el cerrojo y el chirrido de la puerta.

A los nueve meses nació una niña hermosa, robusta, sana. De entre todas las mujeres presentes solo la partera notó algo llamativo en la neonata, que estaba lavando: La niña era muy morena y la forma de su lengua recordaba la flor llamada el zapatito de dama  y su llanto a golpes de respiración recordaba el silbido del aire atravesando los valles de aquellas tierras. Le pusieron por nombre Pirene.

El avet Pau había muerto durante el mes de noviembre. No hubo campanas de espadaña ni de torres que anunciaran su deceso, únicamente el eco saltando de cumbre en cumbre repetía el llanto de la niña desde la cuna. Encontraron su cuerpo junto al fuego de la casa tendido en el jergón y tapado con la manta áspera; en torno al muerto una línea de hierbas aromáticas de las altas cumbres adornaban el sencillo catafalco del viejo Pau.

Varias mujeres ancianas, enlutadas para la ocasión, sentadas en sillas desvencijadas cuchichean algo parecido a padrenuestros y avemarías.

Los hombres, viejos también, en la puerta de la casucha recuerdan y ponderan la vida y obras del viejo de la montaña, al que habían visto manejar el rebaño desde lejos con el sonido de su voz. Otro, el más longevo, cuenta entre toses y chupadas al cigarro, que a Pau lo había parido algún espíritu de las cumbres.

Desde entonces, se cuenta por  siglos el tiempo, en la falda de una colina del Valle de Arán, durante la noche de los difuntos, calienta la lumbre el recuerdo de aquellos hombres con poderes regalados por los espíritus.»

—¡Muy bien! ¡Bravo! —aplaude Ciri emocionado y en voz baja me pregunta— ¿Esta historia la has encontrado en algún libro o te la has inventado tú?

—Eso es secreto de sumario, compañero, solo pretendo que te haya gustado.

Se presenta el camarero con dos copas de mistela “La Tomellosera” sin haberlas pedido.

—Es un regalo de la casa en compensación por el relato de las montañas.

Con una sonrisa y modo goloso hacemos los honores.


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