Opinión

El país de un sueño (I)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 22 de Septiembre del 2018
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Érase una vez un país sembrado de montañas de las que discurrían  ríos de aguas cristalinas, regando prados vestidos con todos los tonos de verdes que aportaban sus hierbas. Había frutales repartidos a gusto de la naturaleza, cercanos a los arroyos unos, los de frutos de verano, y escalando las cerros bajitos,  frutos de invierno. Los habitantes del país siempre disponían para comer aquellos que el gusto del momento demandase.

El sol no faltaba por el día ni la luna de noche. La temperatura, exquisita para cualquier mes del año. Tanto es así que las estaciones estaban fusionadas y sólo se distinguían por las tonalidades, que pintaban en los campos mientras reinaba una u otra.

Ah, se me ha olvidado decir, que solo había animales. El hombre desconocía la existencia de este país por hechizo de algún hada humorista de las montañas.

Los distintos habitantes estaban muy bien organizados. No importaban ni las clases, ni los órdenes, ni las familias, ni las especies. No se conocía todavía la taxonomía y cada uno se unía al grupo que mejor le parecía, movido por amistad, vecindad, interés, simpatía…

Se veían paseando juntos unos señores monos con unas señoras leonas. Una cigüeña charlando con una rana en la charca, mientras se refresca. En un árbol podrías encontrar una serpiente, dialogando con una dama mirlo aposentada en su nido incubando la nueva familia.

Un día el señor Kakías de la familia de las hienas convocó una reunión de todos los habitantes del país. Acudieron ciervos, elefantes, mariposas, leones, pájaros de distintas familias. Bueno…, aquello era una fiesta. Todos charlaban con todos, se contaban chistes, las últimas novedades, proyectos, sueños, etc....

La junta se celebró en las orillas de río, para que los peces y compañeros acuáticos también participaran.

El señor Kakías abrió la convocatoria con un discurso. ¡Qué bien hablaba! Un poco chillón, sí era, parecía como si su tono bucal fuera dos octavas más alto de lo debido, incluso se le erizaban los pelos  y abría mucho la boca para dar énfasis a sus palabras, pero decía cosas que antes no habíamos pensado.

Dijo: “Si en estos momentos necesitásemos comer otras viandas que están más allá de las montañas, ¿quién iría? Si entre nosotros hubiera alguna disputa entre familias ¿quién iba a poner orden? Si algún día otras especies de animales nos invadiesen ¿quién nos defendería?” Estuvo hablando un buen rato. Ya íbamos cansándonos, porque no dejaba participar, ni aceptaba cometarios. En un momento, cuando todos estábamos atentos, dio un grito y dijo: “Por todo lo que os he detallado debemos organizarnos y para ello, tengo unas ideas que llevaremos a la práctica los que estén de acuerdo conmigo”.

Había convencido a muchos, otros no lo tomaron en serio. Pero todos aceptaron las ideas de Don Kakías, cuando dijo que él no quería imponer nada, sólo podríamos hacer una prueba y después diríamos si estábamos de acuerdo o no.

Nos dividió  por clases: los que necesitan una mamá que los cuide al nacer, los que no andan y se trasportan arrastrándose, los que viven en el agua, los que vuelan; y luego estas clases las subdividió en familias, los que se alimentan con carne, los veganos, los que mastican, los que el pelo cubre todo su cuerpo, los que tiene pluma. Aquello fue horroroso. Muchos no sabíamos a qué grupo pertenecíamos, se nos olvidaba, preguntábamos a Don Kakías, revisaba sus documentos y resolvía todas las dudas.

Además inventó unos encargados del mantenimiento y el buen funcionamiento de la nueva estructura de la sociedad. Les puso unos nombres que él denominaba técnicos, pero muy difícil de recordar. Os enumero algunos que rememoro:

Los Andreas, eran los que iban armados con palos o piedras y nos defenderían en caso de que algún extranjero nos atacara, pondrían orden en las peleas violentas que hubiese entre nosotros.

Los Dikastés, serían los que administrarían justicia. Cuando hubiese algún desacuerdo entre familias o individuos, ellos serían los que decidirían quién era el malhechor y quién la víctima.

Otro grupo, demasiado numeroso para mi opinión, lo formaban los representantes de cada clase, grupo, familias, etc., a estos los llamaba: Politeiai. Porque eso sí, para que todos tuviéramos voz en las asambleas deberíamos elegir a alguien, que hablara en nuestro nombre. Esto no me gustó, porque ya no podría yo decir lo que pensaba.

Además dijo que como todos estos eran servidores del Demos (me han comentado que esta palabra quiere decir “pueblo”),  no deberían trabajar por la comida, ni las guaridas, ni cuevas, ni demás sitios de alojamiento nocturno; todo eso se lo deberíamos proporcionar los que éramos “gobernados”, es decir los que no habíamos recibido ningún encargo del jefe (así decía que deberíamos llamarlo de aquí en adelante: “Jefe Kakías”). Además deberían ser respetados por todos ya que representan  la autoridad, (no sé qué será eso, debe ser importante porque está prohibido gastarles bromas y debemos  llamarlos con otra palabra que ha inventado: “usted”) y la autoridad no se equivoca nunca. Son los demás, quienes no entienden lo que dice o desea y eso puede llegar a ser delito.

(Continuará)

 

Joaquín Patón Pardina.  22 de septiembre de 2018

 

Todos los habitantes de este país juntos nos llamábamos Demos.

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