Érase una vez un país
sembrado de montañas de las que discurrían
ríos de aguas cristalinas, regando prados vestidos con todos los tonos
de verdes que aportaban sus hierbas. Había frutales repartidos a gusto de la
naturaleza, cercanos a los arroyos unos, los de frutos de verano, y escalando
las cerros bajitos, frutos de invierno.
Los habitantes del país siempre disponían para comer aquellos que el gusto del
momento demandase.
El sol no faltaba por el
día ni la luna de noche. La temperatura, exquisita para cualquier mes del año. Tanto
es así que las estaciones estaban fusionadas y sólo se distinguían por las
tonalidades, que pintaban en los campos mientras reinaba una u otra.
Ah, se me ha olvidado
decir, que solo había animales. El hombre desconocía la existencia de este país
por hechizo de algún hada humorista de las montañas.
Los distintos habitantes
estaban muy bien organizados. No importaban ni las clases, ni los órdenes, ni
las familias, ni las especies. No se conocía todavía la taxonomía y cada uno se
unía al grupo que mejor le parecía, movido por amistad, vecindad, interés,
simpatía…
Se veían paseando juntos
unos señores monos con unas señoras leonas. Una cigüeña charlando con una rana
en la charca, mientras se refresca. En un árbol podrías encontrar una serpiente,
dialogando con una dama mirlo aposentada en su nido incubando la nueva familia.
Un día el señor Kakías de
la familia de las hienas convocó una reunión de todos los habitantes del país.
Acudieron ciervos, elefantes, mariposas, leones, pájaros de distintas familias.
Bueno…, aquello era una fiesta. Todos charlaban con todos, se contaban chistes,
las últimas novedades, proyectos, sueños, etc....
La junta se celebró en las
orillas de río, para que los peces y compañeros acuáticos también participaran.
El señor Kakías abrió la convocatoria
con un discurso. ¡Qué bien hablaba! Un poco chillón, sí era, parecía como si su
tono bucal fuera dos octavas más alto de lo debido, incluso se le erizaban los
pelos y abría mucho la boca para dar
énfasis a sus palabras, pero decía cosas que antes no habíamos pensado.
Dijo: “Si en estos
momentos necesitásemos comer otras viandas que están más allá de las montañas,
¿quién iría? Si entre nosotros hubiera alguna disputa entre familias ¿quién iba
a poner orden? Si algún día otras especies de animales nos invadiesen ¿quién
nos defendería?” Estuvo hablando un buen rato. Ya íbamos cansándonos, porque no
dejaba participar, ni aceptaba cometarios. En un momento, cuando todos
estábamos atentos, dio un grito y dijo: “Por todo lo que os he detallado
debemos organizarnos y para ello, tengo unas ideas que llevaremos a la práctica
los que estén de acuerdo conmigo”.
Había convencido a muchos,
otros no lo tomaron en serio. Pero todos aceptaron las ideas de Don Kakías, cuando
dijo que él no quería imponer nada, sólo podríamos hacer una prueba y después
diríamos si estábamos de acuerdo o no.
Nos dividió por clases: los que necesitan una mamá que
los cuide al nacer, los que no andan y se trasportan arrastrándose, los que viven
en el agua, los que vuelan; y luego estas clases las subdividió en familias, los
que se alimentan con carne, los veganos, los que mastican, los que el pelo
cubre todo su cuerpo, los que tiene pluma. Aquello fue horroroso. Muchos no
sabíamos a qué grupo pertenecíamos, se nos olvidaba, preguntábamos a Don
Kakías, revisaba sus documentos y resolvía todas las dudas.
Además inventó unos
encargados del mantenimiento y el buen funcionamiento de la nueva estructura de
la sociedad. Les puso unos nombres que él denominaba técnicos, pero muy difícil
de recordar. Os enumero algunos que rememoro:
Los Andreas, eran los que
iban armados con palos o piedras y nos defenderían en caso de que algún
extranjero nos atacara, pondrían orden en las peleas violentas que hubiese
entre nosotros.
Los Dikastés, serían los
que administrarían justicia. Cuando hubiese algún desacuerdo entre familias o
individuos, ellos serían los que decidirían quién era el malhechor y quién la víctima.
Otro grupo, demasiado
numeroso para mi opinión, lo formaban los representantes de cada clase, grupo,
familias, etc., a estos los llamaba: Politeiai. Porque eso sí, para que todos
tuviéramos voz en las asambleas deberíamos elegir a alguien, que hablara en
nuestro nombre. Esto no me gustó, porque ya no podría yo decir lo que pensaba.
Además dijo que como todos
estos eran servidores del Demos (me han comentado que esta palabra quiere decir
“pueblo”), no deberían trabajar por la
comida, ni las guaridas, ni cuevas, ni demás sitios de alojamiento nocturno;
todo eso se lo deberíamos proporcionar los que éramos “gobernados”, es decir
los que no habíamos recibido ningún encargo del jefe (así decía que deberíamos
llamarlo de aquí en adelante: “Jefe Kakías”). Además deberían ser respetados
por todos ya que representan la
autoridad, (no sé qué será eso, debe ser importante porque está prohibido
gastarles bromas y debemos llamarlos con
otra palabra que ha inventado: “usted”) y la autoridad no se equivoca nunca. Son
los demás, quienes no entienden lo que dice o desea y eso puede llegar a ser
delito.
(Continuará)
Joaquín Patón
Pardina. 22 de septiembre de 2018
Todos los habitantes de
este país juntos nos llamábamos Demos.
{{comentario.contenido}}
"{{comentariohijo.contenido}}"
Sábado, 27 de Abril del 2024
Sábado, 27 de Abril del 2024
Sábado, 27 de Abril del 2024