Opinión

La contracrónica del River-Boca

Ángel Olmedo | Lunes, 10 de Diciembre del 2018
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La final de la Copa Libertadores River/Boca (CLRB18) es el momento en que, con catorce años, la chica por la que no duermes por las noches, se te acerca en una discoteca y habla contigo.

CLRB18, en tu ciudad (europea), es el instante en el que esa chica, tras hablar(te), y cuando aún no has sido capaz de articular una sola palabra, te sugiere alejarte al parque aledaño a la discoteca, al cobijo de una calurosa oscuridad.

CLRB18, en tu ciudad (europea) y con entrada para el partido, es el segundo en el que esa chica busca tus labios y… bueno, ya saben.

Madrid, no sin los habituales debates de polemistas expertos en (todas las) controversias, se blindó por el miedo a que el fútbol atrajera a los indeseables que se excusan en él para cometer la más reprobable violencia.

Madrid, esta ciudad que, en ocasiones, parece una gran madre con los brazos abiertos, demostró que no es la más europea de las ciudades, pero, sin lugar a dudas, se erige en la más hispana de todas.

Madrid, envuelta en ese macropuente al que Mercé le cantaba soñando una ciudad vacía vista sobre sus barandales, engalanó su Castellana con las luces de las lecheras.

Nunca antes se confeccionó un (triple) dispositivo, con estancias enclaustradas y en las que, con toda la bonhomía que permite compartir menos de medio metro cuadrado con tu vecino, se aconsejaba no quedar en la última fila por detrás de los caballos de los nacionales.

Nunca antes existió una comunión tan plena entre la afición (al menos la boquense, la que nos acogió [en la que nos sumergimos]), en un espacio tan angosto, tan indefenso en el supuesto de una carga.

Nunca antes, independientemente del color y las filias, el fútbol alentó un grito tan desgarrador como el de “déjennos pasar”, más propio de trincheras y barracones.

El Bernabéu era ese teatro insospechado arrendado para la ocasión pero adornado con las mejores de sus galas, consciente de la entidad y unicidad del evento.

El Bernabéu, insólito en él (más acostumbrado a un fútbol disfrutado con la exigencia de la escuadra y cartabón), se levantó con más de sesenta mil gargantas desgarradoras entonando cánticos contrapuestos.

El Bernabéu, ese coliseo imponente que se erige monumental en pleno corazón de Madrid, millonario en el Fondo Norte, xeneize en el Fondo Sur, se antojaba un mosaico plural de ilusión y festejo.

Marcó Boca, antes del descanso. Benedetto (no el poeta Di Benedetto) enfiló a Armani (el portero, no el diseñador) y el fútbol se tradujo en poesía bostera.

Marcó, luego, Pratto, desencadenando una oleada de furia (rayada de rojo) y desenfreno, mientras, en la atemperada noche que caminaba a la prórroga, solo se oía riverpleí.

Marcó Quintero, contra diez de Boca (tras la merecida expulsión de Barrios), en una genialidad, y, entonces, se lo juro, un terremoto (sin registro sísmico) se personó en el centro de Madrid. Temblaban los anfiteatros, las plateas y las tribunas y el estadio rozaba, en sus acometidas, la línea 10 del Metro local.

Entonces era imposible para Boca (para mi equipo). Con nueve hombres, porque Gago, que había salido de reemplazo, hubo de huir por una lesión a los vestuarios.

Entonces era imposible para Boca, pero River (porque el partido fue de fútbol antiguo, con entradas durísimas, con líneas menos marcadas, con técnicas y pizarras totalmente olvidadas) desatendió el rigor constreñido y pretendió jugar hasta el final (como los boxeadores mexicanos, hasta el tañido del duodécimo asalto, aunque la sangre y los golpes recibidos nublen el entendimiento).

Entonces era imposible para Boca, pero, en un disparo perdido de Jara, apenas a dos minutos de llegar al 120, topó con el palo de River y el sueño se quebró como se rompen las vajillas de un matrimonio mal avenido.

Con todo casi dicho, y Andrada, el portero de Boca, en el área rival, Martínez aprovechó un rechace y se fue hacia la puerta vacía, para rematar, para culminar, para poner un 3-1 durísimo.

Con todo casi dicho, en esa carrera de Martínez, veías los ojos de aquella chica que te dijo que no, y se marchó paseando grácilmente por la avenida en una tarde domingo, dejando tu corazón malherido

Con todo casi dicho, el árbitro señaló el final, y el libro de la historia del fútbol se veía engrandecido en una página adicional.

Y, entonces, los horarios volvieron a importar y los despertadores reinaron en la madrugada.

Y, entonces, las agendas se tintaron de rojo, repletas de compromisos ineludibles.

Y, entonces, el fútbol pasó a ser, de nuevo, el sueño preterido de unos corazones adolescentes que continúan escribiendo de amor.


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