Opinión

Andrés y Estanis el recovero (y 4)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 11 de Mayo del 2019
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Evitando los comentarios y las impertinentes preguntas de las sorprendidas vecinas,  Juan “El Panaero” continuó su relato diciendo que el forastero venía andando por la carretera en busca de trabajo, le sorprendió la tormenta y buscó dónde ponerse a cubierto, descubrió una casa medio hundida y corrió hasta allí. Comenzó a alarmarse, porque a medida que se acercaba a la casucha acrecía un olor pestilente; por momentos casi irresistible, pero  no tenía más remedio que guarecerse del aguacero, porque la tormenta arreciaba con truenos, relámpagos y granizo.

Anduvo los últimos pasos tapándose la nariz y la boca con el moquero ya empapado.  Llegó a la ruina de casa, aprovechó el hueco, que había dejado la antigua puerta,  para  entrar a lo que fue una cocina; ahora tenía hundida la chimenea por la que entraba el agua a cántaros. Se introdujo hasta el fondo, donde había algo parecido a un dormitorio reconocido por el desvencijado colchón de paja, que había en el suelo y una especie de almohada investida de suciedad, roña,  cagadas de pájaros y otros restos de bichos campestres. Pensó en salir de allí en cuanto amainara un poco la nube, la estancia era casi insoportable por la fetidez y la basura propia de habitáculo abandonado hacía años.

Se le desorbitaron los ojos al descubrir encima del mugriento colchón el cuerpo de una persona boca abajo y con un manchurrón negruzco en su entorno. Salió  como alma que lleva el diablo y no paró de correr,  escurriéndose por el barro,  sin reparar en los charcos que alfombraban la carretera de hondonadas y chinas sueltas,  llegó al pueblo donde se encontró con los tres amigos que le indicaron el asentamiento de la Benemérita.

El forense, un hombre de barriga prominente, bigote cuidadosamente alargado y gafas sujetas en la grupa de su abultada nariz,  había venido de Infantes expresamente para el caso y requerido por el Juez de Paz examinó con poco entusiasmo el cuerpo de aquel desgraciado, extendido en la mesa de cemento lustrado del depósito del cementerio y certificó que había muerto por un disparo en la sien hecho a bocajarro; el resto del cuerpo no mostraba signos algunos de violencia. 

No tardaron en descubrir la identidad del difunto: ¡Estanislao “El Recovero"!. Mantenía todavía en el dedo corazón de la mano derecha un anillo de oro con sus iniciales entrecruzadas “E –S” (Estanislao  Samper).

Samper, “este apellido es muy raro, no es de por aquí”,  comentaban; claro es que Estanis no era del pueblo, había venido de Valencia y nunca hablaba de su tierra ni de sus gentes. Calló entre nosotros y aquí vivió mientras vivió. 

Había muchos interrogantes y otras tantas respuestas alocadas unas y  certeras otras entorno al acontecimiento que marcaría la historia de esta generación. Los corrillos  en las esquinas y en la plaza no daban abasto para enumerar preguntas e inventar salidas. Muchos hacían de detectives, otros de abogados defensores o fiscales; todos adoptaban un papel; los había chisquillosos que no estaban de acuerdo con nada ni con nadie,  otros intentaban razonar con la finura de los surcos de barbecho. Lo mismo sucedía en las casas entre los miembros de las familias; había veces que se armaba tal gallinero que no se entendía nadie, cada cual alzaba más la voz queriendo imponer su idea, porque, evidentemente era  más brillante  y certera que la de los demás.

Así transcurrieron meses e incluso años, pero nunca se olvidó el acontecimiento histórico.

Un domingo por la tarde, como de costumbre, se habían juntado los vecinos y amigos: Joseto, Tomasete y Josema en casa de éste último a tomar café. La mujer había ya lavado los cacharros de la comida y fregado el suelo de la cocina, liturgia ineludible siempre después de comer y más los domingos que venían los amigos del marido que aunque eran de confianza, ella quería tenerlo todo como los chorros del oro. 

Se formó la conversación, se sirvieron el café y a continuación fueron sirviéndose unas copas de anís carrasqueño, que como le encantaba a Joseto, le habían regalado los hijos una botella por su último cumpleaños; claro estaba que la botella debía durar varios encuentros, por lo que las copas de poca capacidad se llenaban hasta el borde y se iban vaciando muy lentamente; saboreado el licor de dioses por su extraordinario aroma y a la vez porque la embocadura era tan fuerte que había que chasquear la lengua para hacer los honores a tal ambrosía.

Salió el asunto de Estanis y entre  los tres fueron resumiendo y clarificando lo sucedido. A todos les había resultado raro que no le robaran, al matarlo, el añillo de oro con la iniciales, ni la documentación y los pocos billetes que llevaba en la cartera, con lo que se descartaba el móvil del robo. Tampoco había habido discusión, ni pelea, tal y como habían investigado  los guardias en su día. La muerte se había producido por un disparo limpio en la sien y a poca distancia, había dicho el forense. 

La historia más compartida fue que Estanis había pertenecido a una sociedad secreta, algunos la identificaban con la “Mano Negra” que mataba en Andalucía. El modus operandi era que tal entidad pagaba una cantidad de dinero mensualmente a ciertas personas. Dichas personas, en momento y hora que los dirigentes ordenaran, debían ejecutar a alguien por encargo de un pagador interesado y hacer justicia según sus intereses y a su modo. Si aquel a quien habían dado la orden se negaba a la ejecución mandada, se le asesinaba en pago a su falta de palabra y compromiso con el resto de compañeros.

Parece ser que esto fue lo ocurrido con Estanis. Vivía como recovero en el pueblo, nadie conocía sus orígenes más cercanos, todo ello  era una tapadera perfecta. Lo malo para él fue que en el momento que le ordenaron asesinar a un cierto tipo de Madrid, le entró pánico y se negó a obedecer  tal mandato. Con lo cual otros dos “excompañeros de empresa” después de dar matarile al de Madrid, se pasaron por el pueblo y repitieron la acción con nuestro vecino en un aciago día. 

Fin

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