Opinión

El Forastero (1)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 25 de Mayo del 2019
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Vivía en uno de los cortijos cercanos a la Laguna Blanca, ya se sabe, la primera del Parque Natural de las Lagunas por ocupar una altura geográfica superior a las demás,  alimentada por el río Pinilla y diversos manantiales, entre ellos el más conocido es el llamado “Zampullones”.  Este paraje se encuentra dentro del término municipal de Villahermosa.  

Era una casa dedicada a la residencia de la gente que se ganaba la vida en las tareas del campo. Al  estilo de quintería de los gañanes de comienzos del siglo pasado, por lo que sólo disponía de los habitáculos imprescindibles para estos menesteres. Disponía de una cocina con chimenea; adosados a ambos lados y pegados a las paredes sendos poyos,  que unas esteras de esparto cocido endulzaban la dureza de la piedra y el yeso con que estaban hechos. En las frías noches del invierno y cubriéndolos con alguna manta de las mulas, por la cercanía de la lumbre, servían para el descanso corporal y anímico de los peones o incluso del mismo dueño de la casa.

Algún posijo (asiento de esparto crudo trenzado y cubierta la parte superior con alguna piel de cordero, para asegurar la comodidad de las posaderas cansadas por  el pastoreo o las jornadas de arada) hacían compañía a los poyos y unas veces servían de mesa improvisada donde se colocaba la merendera, evitando que el perro, todavía sin escarmentar, se llevara alguna “tajailla de tocino”. En ocasiones cerraban el corro alrededor de la lumbre y atestiguaban las historias, que en las trasnochadas contaban los viejos a los jóvenes sobre ataques de “maquis”, la caza del lobo que tantas ovejas les mató a los abuelos, o la misteriosa aparición sin previo aviso y sin haber llovido en los manantiales de un agua tan fresca que “recalaba los dientes” y limpia como el cristal del espejo.

Otra habitación con catre consistente en unas tablas anchas y  paralelas, que se apoyaban en el cabecero y el piecero sobre una especie de armadura con forma de equis también de madera;  una manta poco afable al tacto y áspera por demás, servía de tapa-cama. Atestiguaban que estas mantas las hacía una señora muy mayor, vecina del pueblo y por nombre Tecla la cual disponía en su casa de un telar antiquísimo y utilizaba como materia prima las telas viejas cortadas en tiras y cosidas unas a otras formando una fila inacabable que se recogía en un ovillo mayúsculo. Tal señora, con esta labor, cooperaba a la economía de la familia y reciclaba de este modo todo lo que en ocasiones anteriores había servido de vestimenta.

Un pajar donde se guardaba la suficiente paja necesaria para la lumbre y para mezclarla con algo de cebada o centeno, lo que servía de alimento al borrico y  a la yunta del señorito; un atroje en la esquina del habitáculo contenía el cereal necesario hasta la cosecha del  año próximo.   

No olvidaba, el habitante del cortijo, colocar algunos cepos con restos de corteza de queso, con el fin de asesinar al posible ratón que, cual ladrón, viniese por la noche intentado llenar su panza con el trigo guardado. 

Completaba la residencia un corral con su cuadra para las bestias y el retrete reducidísimo, para satisfacer las necesidades fisiológicas personales y evitar con tal elemento salir al descampado, faena que durante el día se podría evacuar en cualquier zona, porque al tiempo que aliviaba el intestino servía de abono para la plantación de algún árbol o posible huerto de tomates, pimientos, lechugas y demás variantes hortícolas.

Era un hombre que no encajaba con el panorama circundante. No era turista, no tenía las trazas de despistado y metomentodo, ni preguntón; ni tampoco profesor investigador del medio ambiente; ni luchador incansable contra la depredación humana de la naturaleza

Su modo de andar no coincidía con el de los agricultores,  acostumbrados a moverse entre surcos sin pisar las plantas, que parecen balancearse al caminar y dan zancadas como si estuvieran midiendo los pasos que tiene el hortal. Él iba muy estirado y el paso decidido y firme. 

El calzado botas compradas a los  feriantes corrioneros en agosto y desgastadas por el uso entre pedregales y matorrales. El pelo entre rubio y rojizo, peinado para atrás con algunas entradas y clareando la coroneta.  No lucía bigote, pero podría adivinársele como bien poblado y fuerte, en un ejercicio de imaginación. 

Hablaba correctamente y su pronunciación era exquisita, al modo de los castellanos viejos, por lo que en los primeros instantes de charla se descubría, que su origen no era de estas tierras. Además se le percibían altos conocimientos de historia y geografía, incluso hablaba francés e inglés en escasas conversaciones junto al disfrute del cigarro. Él fumaba en cachimba; así, decía, no corría riesgos de incendios en el monte o en las cosechas. 

A todos, incluidos los pastores, trataba de usted, por lo tanto viceversa, ocurría lo mismo, nadie lo tuteaba, además se había ganado el respeto de la poca gente que solía tratarlo.  A Adriano lo apodaban: “El Forastero” (en los pueblos siempre se pone un mote, que identifique sin apellidos al individuo al que se refieren al hablar), era respetado pero no se le consideraba señorito como a los dueños de las fincas colindantes.

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