Entre las muchas ventajas que tienen las actuales redes sociales
se encuentra la facilidad para acceder a cualquier noticia de interés a un
ritmo de vértigo pero además, existen otras posibilidades diferentes como las
de índole emocional, aquéllas que nos permiten volver al pasado. Cualquiera
puede reeditar en sus páginas, o en sus perfiles, trasnochadas crónicas a
través de documentos e imágenes que invitan al recuerdo y la nostalgia.
Hace tiempo, en una página de facebook sobre mi ciudad natal
colgaban una vieja fotografía mostrando la fachada del desaparecido cine
"Proyecciones", un establecimiento que estaba situado en la calle
Balbuena, justo entre la Plaza de España y la calle Ancha.
Muy pronto empezaron a visualizarse muchos comentarios de personas
que, atraídos por la reseña, recordaban aquella sala y aquellos años.
Puntualizaban sobre su terraza de verano y también sobre el cine de invierno,
con sus enormes cortinas y sus paredes de color rosa, quiero recordar. Ni que
decir tiene que la gran mayoría de opiniones eran emotivas, evocando un tiempo
pasado e idealizando recuerdos y sensaciones.
Si la memoria no me falla, en aquella Valdepeñas de la década de
los años 60 y 70, había hasta cuatro cines, pero de entre todos, el Proyecciones
fue el cine preferido de mi adolescencia, donde cada domingo, después de
comprar algunas golosinas en el kiosco de la plaza íbamos a ver un largometraje
cualquiera, el que se proyectase, de estreno o no y después, a la salida, nos
íbamos a comer un manolete en la confitería El Triunfo.
Ahora siempre me resulta placentero asistir de vez en cuando al
cine para ver una determinada película, pero aquel hábito de juventud no
consiguió hacer de mi un apasionado del séptimo arte, que me gusta, aunque no
llego a ser un cinéfilo empedernido. Hay algo de ritual en asistir al cine de
pantalla grande, esa predisposición me invita siempre a prestar mayor interés a
aquello que se proyecta, sensaciones y actitudes que no consigo desarrollar con
el cine que ofrece la televisión.
Siempre, cuando salgo de una proyección, inmediatamente deseo
compartir mi opinión, diseccionando el largometraje en un cine-forum íntimo y
reducido entre mis acompañantes. A veces, si el film me ha gustado mucho, trato
de influir en los amigos y conocidos recomendándolo, tanto que a veces,
explicando escenas o situaciones, destripo la película dejando a mi
interlocutor sin la opción del suspense o el interés.
Pero en este modesto texto sólo me quiero referir a la influencia
emocional que en escasas ocasiones el cine me provoca pues es algo que me
desarma como el varón que ha sido generacionalmente educado en una sociedad
machista, donde el hombre apenas debe mostrar determinados sentimientos, porque
las lágrimas deben dejarse para situaciones límite y no para el celuloide.
Ahora, sin embargo, cuando voy al cine, me dejo llevar por aquello
que perciben mis sentidos, dejo traspasar mi coraza, porque las lágrimas tanto
si son provocadas por la risa o por el drama, son una sana demostración de las
emociones que, si las reprimes, terminan por atrofiar una parte de los
sentimientos
La primera vez que noté esa zozobra y aflicción provocada por una
película me sucedió en la terraza de verano de aquel cine desaparecido y ahora
recordado en facebook. Allí, a principios de los setenta y de estreno, exhibían
el último éxito del cine romántico, me refiero a Love Story. No podía dar
crédito y sin embargo aquella cinta consiguió que por primera vez mis ojos se
nublasen con unas lágrimas que pugnaban por salir. La historia de amor entre
Ali MacGraw y Ryan O´Neal y la aparición de la enfermedad de la protagonista
femenina en plena juventud lograron conmover mi sentimiento adolescente, y de
qué modo.
Pasó más de una década para repetir una sensación parecida. En
esta ocasión también fue una comedia la que provocó ese suceso lacrimógeno tan
inusual en mi conducta. Me refiero a "La fuerza del cariño", un
largometraje de 1984 protagonizado en esta ocasión por Jack Nicholson y Shirley MacLaine en sus
papeles principales.
Y para completar esta serie lacrimosa y de pañuelo, acudiré a una
película española con un reparto internacional. En esta ocasión, la directora
es Isabel Coixet y su obra "Mi vida sin mí", un film que consigue ser
un canto a la vida, aun sabiendo la fecha de caducidad de la protagonista. El
personaje de Ann, interpretado por Sarah Polley consigue arrancar lágrimas
dulces después de comprobar lo duro que puede ser el día a día y conseguir
preparar el futuro de sus hijas más allá de ella, o cómo se supera el personaje
anhelando vivir emociones reprimidas antes de su muerte. Me quedo con la
reflexión final emitida desde una cinta de casette y su frase genial: "Me
encantó bailar contigo".
Las tres películas referidas tienen básicamente un denominador común,
una mujer joven que muere tras serle detectada una grave enfermedad. Y sin
embargo, los mensajes, a pesar del dramatismo del argumento y el trauma que
supone un fallecimiento de este tipo, son positivos. Estas películas nos hacen
reflexionar sobre lo importante que es la vida y de cómo a veces la
desperdiciamos en disputas y minucias. Ellas, con la fuerza que proyectan, a
pesar de la enfermedad, preparan el futuro de los demás, de sus hijos, de sus
seres queridos y desde el sufrimiento y el dolor emanan paz.
No sé si a partir de ahora seré más sensible que antes, pero lo
que tengo claro es que cuando vaya al cine, al teatro o vea algo que me motive
o me emocione lo suficiente, prometo ser sincero conmigo mismo, que aunque no
consiga llorar a moco tendido para desahogarme, nunca más reprimiré las
lágrimas.
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Sábado, 4 de Mayo del 2024
Sábado, 4 de Mayo del 2024