Opinión

Los lugares opacos del Libro Blanco

Ángel Olmedo | Lunes, 22 de Julio del 2019
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Vaya de antemano, nobleza obliga, el más hondo reconocimiento al trabajo de análisis, evaluación, crítica y exposición efectuado por los responsables de la publicación del Libro Blanco de la Cultura en Tomelloso (LBCT) y, en especial, a su coordinador, Ricardo Ortega.

Una labor de tamaña envergadura, sin contar con apoyos o sostenes (más allá de los propios y de algunos románticos que se acercaron a colaborar con la empresa), impone calificar la actuación, al menos, con los epítetos más próximos a los homéricos.

Conviene anticipar, asimismo (y antes de cualquier otro comentario), que, entre las 180 propuestas lucidas en el LBCT, una miríada ameritan el más sentido aplauso (por su clarividencia y acierto, no exentos, en ocasiones, de riesgo) aunque, debido al necesario impulso económico (más público que privado), puedan ver comprometida (cuando no impedida) su ejecución.

Y, ejercitada esta mínima (pero ineludible) introducción, me gustaría recoger el pañuelo que el propio LBCT tiende a aquéllos que, además de participar en la cumplimentación de las encuestas, advierten aspectos que podrían (léase deberían) no haberse obviado en la acometida de este proyecto (y, adelanto, desde ya, que muchas son las ocasiones en que mostraría mi sentir contrario a determinados postulados del LBTC, pero no es éste el ánimo de la presente [y necesariamente breve] colaboración).

El motivo de mi pesar es que el LBTC ha silenciado el que, a juicio de quien esto escribe, es un arte ineludible y, por desgracia, desprestigiado y maltratado, desde diversos sectores de la, permítanme la expresión, “Cultura titular”.

Hablo, habrán adivinado ya los que hayan tenido ocasión de leer el LBCT, del arte de la Tauromaquia. Y es que, por algún más que dudoso motivo, de entre las casi doscientas páginas y 180 propuestas, el LBTC no encuentra acomodo para la más viva, humana y real de las artes que se obran en nuestro Reino. 

Arte de Cúchares, en suma, que es la única manifestación cultural en la que el artista expone, en danza inigualable en cuanto a hondura y verdad, su propia esencia, su intrínseca existencia, su ser más profundo, en apolínea batalla ante la más fiera e inteligente de las bestias del reino animal.

Obra cultural de altura que, además, cuenta con una virtud de génesis creativa derivada, al ser causa directa de las más bellas y cuidadas composiciones literarias, poéticas, pictóricas, escultóricas, musicales, por citarnos representativos ejemplos de ese duende que el toro y su personificación inoculan en la sensibilidad e inspiración de los artistas. 

Se me antoja insalvable el reproche al manto de opacidad (¿casual?) que el LBCT derrama sobre la exhibición por antonomasia de la cultura nacional (singular muestra del sentir patriota que ha derribado fronteras y trasciende el entendimiento universal, atrayendo curiosidades y misterios de modo simultáneo por los más insospechados rincones del orbe).

Y resulta más alzado el oprobio cuando la Fiesta taurina propició, en nuestra localidad, una de las escasas ocasiones (con la “Venía”, la manifestación contra el PGOU y la reivindicativa por el tren y el hospital) en las que se ha movido el sentimiento de unión local por un bien común (me refiero, obviamente, a la construcción, por ayuda popular, del coso entre los años 1968 y 1972).

Resulta ocioso recordar (al menos así debería serlo para quienes defienden y enarbolan el estandarte cultural) que Tomelloso se ocupó antes de construir su primera plaza de toros (allá por el año 1859, inaugurada por los maestros Mora y el Tato, actuando de sobresaliente Muñiz Cano) que de alumbrar sus calles (y esto no le defiende quien aquí escribe, sino D. Francisco García Pavón en su Historia de Tomelloso). Y que, asimismo, aquél que se ocupa de prologar el LBCT (nuestro poeta y creador Dionisio Cañas), dedicó hasta diez páginas (diez) a relatar, en su libro Tomelloso en la frontera del miedo, varios sucesos truculentos de impronta taurina durante la Segunda República (el afamado salto del novillo a los tendidos, en el año 32, que obligó al Alcalde, tras la ayuda de algunos espectadores y los matadores acartelados, a dispensarle varios tiros de gracia en el primer tendido o la conocida como “Novillada sangrienta”, que concluyó con un importante altercado entre los mozos que se echaron al ruedo y los agentes del orden público que impuso actuaciones del Primer Edil), otorgando menos importancia (¿casualidad, de nuevo?) al hecho de que el revolucionario maestro Belmonte o el malogrado diestro Sánchez Mejías trenzaran paseíllo en la corrida de la Feria de 1935 de Tomelloso con un lleno de “no hay billetes” (indudable muestra, de nuevo, de la ocupación y preocupación de nuestros ciudadanos por el arte taurómaco).

Hoy que Tomelloso cuenta con un matador de toros (al que alienta y anima un nutrido grupo de incondicionales) con una notable afición a la Fiesta, con una más que activa Peña Taurina, la ausencia en el LBCT se revela como inadecuada (en el mejor de los casos) o malhadada (si es que fue animosa) y, por encima de todo, injusta con la memoria de aquéllos pretéritos paisanos, que, a mediados del siglo XIX, disponían tablados en las calles para que se pudieran correr los uros, disfrutando del valor de los espadas de la época).

Por mucho que los vientos de falsa progresía pretendan amilanar el sentir y la pujanza del toro, jamás se podrá evitar (por insalvables que se antojen los obstáculos o por gigantescos que se adivinen los padeceres para los amantes de la Tauromaquia) que la Libertad triunfe en el más esencial de todos los artes, aquél en el que reside la extrema verdad de un diestro que es capaz de entregar su vida por escenificar la creación para la que, aún, el resto de las artes no supieron dar nombre, retrato, escultura o composición que alcance la altura del lívido asiento de sus manoletinas. 

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