Opinión

Podador Manchego

Alberto Lara Ramírez | Martes, 24 de Septiembre del 2019
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Relato incluido en la antología A la sombra del maestro 21 escritores se pavonean, publicada en homenaje del centenario del nacimiento de Francisco García Pavón y coordinada por Antonio Luis Galán Gall y Sonia García Soubriet. 

—Lector, que en este preciso momento sostienes un libro de relatos policíacos, a ti me dirijo —comunicó el comisario de policía—. El lienzo Podador Manchego ha sido robado del museo Antonio López Torres. Han profanado el templo que los tomelloseros y tomellosanos dedicamos a la pintura. Nuestra ciudad ha sufrido un sacrilegio. Ahora, que es imposible contemplar a ese podador comiendo gachas al resguardo de su carro, ¿qué espejo van a tener nuestras costumbres y tradiciones? El cuadro debe aparecer para evitar una profunda crisis de identidad en el pueblo. En ti, lector, deposito mi confianza para devolverle a la ciudad su emblema.

El comisario de la Policía Local de Tomelloso, Leopoldo, y su veterano inspector, Longinos, se encontraban en la primera planta del museo, delante del hueco que había generado en la pared la sustracción del cuadro. En la planta inferior, al pie de la escalera lineal, aguardaban los sospechosos del robo: Ángel Carrasco, artista que había exhibido sus cuadros durante dos semanas en la sala de exposiciones, y Amanda, la empleada del museo. Ambos subían su mirada por la escalera y observaban a los investigadores.

—¿Aún sigues leyendo? —Recriminó Leopoldo, muy molesto—. ¡Te ordeno que despegues las narices del libro y dejes inmediatamente de leer!

—Comisario —dijo Longinos apartando la vista de su lectura—, ¿te dirigías a mí?

—¿A quién me iba a dirigir si no? —Leopoldo le arrebató la obra de las manos—. ¿Pensabas encontrar el cuadro entre las páginas de un libro de relatos?

—Solo estaba leyendo a Plinio para inspirarme en sus métodos de razonamiento y esclarecer este robo. Me asombra que un policía tan inteligente existiera en la realidad; los sucesos escritos en la obra son completamente verídicos.

—¿Crees que estos relatos policiales son verdaderos? —Leopoldo golpeó el pecho del inspector con el libro—. A Don Quijote me recuerdas.

Longinos, ofendido, agarró el volumen y ambos forcejearon intensamente.

—¿Están discutiendo por un libro? —Se preguntó Ángel Carrasco.

—¡Dejen las distracciones para otra ocasión —gritó Amanda mientras se deshacía en lágrimas—, hay que recuperar el cuadro con la mayor celeridad posible!

El inspector recuperó su lectura y descendió la escalera lineal rápidamente.

—Amanda, ¿qué ocurre? —Preguntó, alarmado por el llanto.

—Había prevista para hoy una visita de Antonio López García al museo —reveló sollozando—. El pintor descubrirá que la obra magna de su tío ha desaparecido.

—La policía está obligada a clausurar el museo hasta esclarecer lo sucedido. —El comisario se incorporó a la conversación—. Cualquier evento queda anulado.

—Ya es imposible cancelar el acto —corrigió Amanda—. Teniendo en cuenta que su llegada se había fijado a las veinte horas, en este momento estará camino del pueblo.

—Hay que recuperar el lienzo antes de la visita —reconoció el inspector—. Es un despropósito que Antonio López García acuda y contemple ese vacío en la pared.

—Usted ha avisado a la policía. —El comisario señaló a Amanda—. Siendo así, comenzará por detallar el instante en el que ha descubierto el robo del cuadro.

—Mientras tanto —sugirió Longinos—, haremos un reconocimiento del lugar.

La encargada encabezó la expedición y los condujo hacia la primera planta.

—Amanda se ha derrumbado emocionalmente —comentó el inspector al oído de Leopoldo mientras subían por la escalera—, esta situación es demasiado dura para ella.

—Amanda está soportando mucha presión si es inocente —contestó el comisario, también en voz baja—. Ella era la única encargada de velar por la seguridad del museo, por lo que ahora su puesto de trabajo pende de un hilo debido al robo del cuadro.

—Por ese motivo, yo dudo que Amanda sea la autora de la sustracción. Nadie que esté en su sano juicio perjudica su posición adrede. Además, recelo de Ángel Carrasco; siempre que hay artistas involucrados en un hecho delictivo, suelen ser los culpables.

Cuando remontaron el último escalón, se encontraron frente al hueco de la pared; y Amanda, que ya se había enjugado las lágrimas, rompió a llorar una vez más.

—Si el Podador Manchego estuviera colgado, sería inevitable subir la escalera sin verlo —dedujo Longinos, que sacó una libreta colorada para apuntarlo.

—¡La libreta de los casos! —Celebró el comisario con entusiasmo—. Todo lo que anotas en esas páginas siempre acaba siendo relevante para la resolución final.

Sin detenerse, Amanda los guió por la sala que alberga la exposición permanente de Antonio López Torres. Longinos contemplaba cada paisaje con admiración.

—Ya he olvidado la última vez que acudí a este lugar —reflexionó nostálgico.

—Yo solo había estado aquí de excursión con el colegio —añadió Leopoldo—. Si los tomelloseros y tomellosanos viniéramos más, sería innecesario el reconocimiento.

—¿Por qué siempre dices los dos gentilicios: tomelloseros y tomellosanos?

—Pues para emplear un lenguaje inclusivo —explicó sabiamente—, y no ofender a los que se sienten tomelloseros ni a los que se sienten tomellosanos.

Salieron de la sala por unas puertas translúcidas y penetraron en un amplio pasillo.

—Aquí se encuentra el ascensor y la escalera de caracol —reflejó la encargada.

Finalmente, entraron en la sala de exposiciones y Amanda comenzó a hablar.

—Hoy nos hemos dedicado a recoger la exposición —declaró—; mi cometido era embalar las pinturas. Finalizada la tarea, decidí bajar por la escalera lineal, ya que nunca utilizo el ascensor y la escalera de caracol es intransitable. —Longinos escribió algunas palabras en su libreta—. Acto seguido, advertí que faltaba del Podador Manchego.

—Yo me encargaba de transportar los paquetes a la furgoneta —cooperó también el artista—. Tras dejar los últimos lienzos, regresé en ascensor a la sala de exposiciones para limpiar los restos del embalaje, y en seguida Amanda descubrió el robo.

—Desde el pasillo del ascensor es posible ver el óleo —reparó Longinos.

—¿En ninguna ocasión notó su ausencia? —Le preguntó Leopoldo al sospechoso.

—En todo momento he operado en torno al ascensor, pero las puertas translúcidas estaban cerradas y me impedían ver si el Podador Manchego continuaba en su sitio.

—Habitualmente las puertas se mantienen abiertas para facilitar el recorrido de las visitas —explicó Amanda—. Sin embargo, las cierro hasta la mañana siguiente cuando es hora de marcharse. Precisamente hoy he olvidado abrirlas.

—¿Cuántos cuadros formaban la exposición? —Leopoldo miró fijamente a Ángel.

—Exactamente 30 lienzos, comisario —respondió con naturalidad.

Los policías acordaron interrogar a cada sospechoso para confrontar las versiones; Amanda sería la primera. Eligieron de emplazamiento la cabina de iluminación y sonido del auditorio. Como esa sala se encuentra al fondo de la platea, el comisario le ordenó a Ángel Carrasco que se sentara en una butaca de la última fila para vigilarle a través de la cristalera. Además, le exigió que mirase siempre en dirección al escenario a fin de no presionar a la encargada. Amanda se instaló en la silla del operador.

—Comience a narrar su versión de los hechos —indicó Leopoldo.

—Esta mañana abrí el museo puntualmente, y de inmediato ocupé el mostrador. Él llegó posteriormente, descargó los materiales necesarios para proteger los lienzos en el traslado y subió hacia la primera planta; siempre usaba el ascensor. En una hora había embalado las primeras pinturas: yo continuaba sin moverme del mostrador cuando me percaté de que el artista bajaba cargado con algunos lienzos.

—¿Cuántos llevaba exactamente? —Preguntó Longinos.

—Entre sus brazos sostenía tres paquetes —contestó con firmeza—. El peso de los cuadros depende de sus dimensiones y del grosor del marco, pero sus pinturas tienen un tamaño intermedio mayoritariamente. En consecuencia, era posible cargar con varios lienzos a la vez en un mismo viaje con el fin de ahorrar tiempo.

—Estamos convencidos de ello. —Longinos tomaba nota—. Prosiga.

—Cuando pasó por delante del mostrador, decidí echarle una mano porque pensé que tardaría bastante en recoger todos los cuadros sin ninguna ayuda. En un principio, cogí los tres paquetes que portaba y salí a depositarlos en la furgoneta. Mientras tanto, Ángel volvió a subir a la sala de exposiciones para seguir con el embalaje.

—¿Hubiera podido distinguir entre esos tres paquetes al Podador Manchego?

—Era imposible porque estaban envueltos. En cualquier paquete podría haber ido camuflada la pintura y seguramente no me habría dado cuenta.

—¿Se retrasó usted en dejar esos cuadros en la furgoneta? —Formuló Leopoldo.

—Desconocía el procedimiento de colocación de los cuadros, de modo que probé a disponerlos de diferentes maneras. Cuando subí, observé que Ángel ya había envuelto otros dos lienzos. Por tanto, parece ser que me retrasé bastante.

El comisario prendió a Longinos de la gobanilla y se retiraron varios pasos.

—Ángel Carrasco podría haber aprovechado esa demora para descolgar la pintura de la pared y embalarla rápidamente —cuchicheó Leopoldo.

—El artista nunca se hubiera atrevido a sustraer el cuadro en ese preciso momento —pensó el inspector—, ya que desconocía el tiempo que iba a tardar Amanda en subir.

—Continúe, por favor —anunció el comisario, convencido.

—Una vez que nos encontramos los dos en la segunda planta, nos organizamos las tareas. Temía haber colocado mal los lienzos y que sufrieran daños en el transporte. Por tanto, nos dispusimos de la siguiente forma: yo me encargaría de embalar, mientras que él llevaría los paquetes a la furgoneta. Tras acordarlo así, Ángel bajó las dos pinturas ya envueltas. Después, subió y cogió otras dos. El ritmo era de dos cuadros por viaje.

—¿Cuántos viajes hizo en total? —Longinos preparó el lapicero y la libreta.

—Hizo exactamente catorce viajes.

—Catorce viajes, a dos cuadros cada uno, suman veintiocho; más los tres cuadros del principio, treinta y uno —calculó el inspector—. En la exposición solo había treinta pinturas, por lo que en la furgoneta sobra un paquete.

—Ahí se encuentra el Podador Manchego —sentenció Leopoldo.

La furgoneta estaba estacionada junto a la fuente, por lo que salieron al patio del museo. Ángel se sacó las llaves del bolsillo y abrió las dos puertas del maletero.

—En el interior solamente hay treinta cuadros —alegó el sospechoso—. Conté los paquetes cuando ya no quedaban más lienzos en la sala de exposiciones.

Leopoldo se subió a la furgoneta de un salto y, receloso, contó los bultos.

—Es cierto —certificó sorprendido—, solamente hay treinta.

Los policías desenvainaron sus navajas reglamentarias y rajaron el embalaje para descubrir las pinturas. Se cuidaron de no romper ninguna tela con un tajo.

—¡El Podador Manchego! —Voceó el inspector al rato de comenzar y le saltaron las lágrimas de la emoción—. ¡Ha aparecido nuestro cuadro! ¡Lo hemos encontrado!

—Por tanto —dedujo el comisario—, si en la furgoneta hay treinta paquetes, pero uno es el López Torres, ¡el lienzo desaparecido es el de Ángel Carrasco!

—¡Al único que le han robado ha sido a mí!

Longinos, triunfante, se bajó de la furgoneta y le entregó la pintura a Amanda.

—Coloque el lienzo en su sitio y limpie la sala de exposiciones antes de la llegada de Antonio López García. Entre tanto, nosotros interrogaremos al artista.

Amanda se retiró con el óleo y la perdieron de vista repentinamente.

—Según Amanda, siempre llevaban dos cuadros por viaje —comentó el inspector ojeando el maletero—, pero el bulto del fondo tiene unas dimensiones exageradas.

—Esa pintura solamente ha podido ser trasladada individualmente. —Leopoldo enfocó con una linterna—. Tenemos razones para desconfiar de la palabra de Amanda.

Solo el comisario y el sospechoso entraron en la sala de interrogatorios; Longinos había pedido autorización para ir al baño. Los aseos se ubican en un pasillo de la planta baja que conduce al trascenio. Esperaron pacientes, aunque el inspector regresó pronto.

—¡Qué rápido! —Se sorprendió Leopoldo—. ¿Ya has ido al servicio?

—Estaba cerrado. —Lo apuntó en la libreta—. Ya estoy listo para escuchar.

Los investigadores miraron fijamente al artista hasta que se atrevió a hablar.

—Todo el tiempo he utilizado el ascensor —dijo—. Cuando entré en el museo, me dirigí a la sala de exposiciones. Primero descendí los lienzos más ligeros, pero en la planta baja ella se ofreció a ayudarme y le entregué los paquetes que traía. Eran cuatro.

—De modo que llevaba cuatro cuadros —murmuró el inspector—, y no tres.

—A petición de Amanda, subí para continuar recogiendo, y antes de que llegara empaqueté otras dos pinturas. Después nos organizamos con el fin de agilizar el trabajo: ella se encargaría de embalar y yo de trasladar los paquetes. Así, descendí los dos bultos que había preparado previamente y a partir de ese momento no descolgué más lienzos.

—En el momento que usted depositó esos dos cuadros, ¿observó si se encontraban en la furgoneta los cuatro paquetes que le dio a Amanda? —Preguntó Leopoldo.

—Por desgracia, ignoré ese detalle. Además, como al final conté treinta cuadros, nada sospeché. —Continuó con su relato—. Siempre que regresaba a la primera planta, ella había embalado dos lienzos. Generalmente bajaba los dos al mismo tiempo, pero en una ocasión hice un solo viaje para trasladar el cuadro más grande y pesado.

—Eso confirma nuestra sospecha. —El inspector se alejó junto a Leopoldo.

—El primer viaje de cuatro, un viaje de uno y, por tanto —calculó el comisario—, trece viajes de dos. Nuevamente nos salen treinta y un cuadros en la furgoneta. Uno de los paquetes, de alguna manera, consiguió salir de la cadena para dar entrada al Podador Manchego. Así, en la cuenta final darían treinta. Pero ¿quién embaló el López Torres?

—Ángel Carrasco descendió con los primeros lienzos y se los entregó a Amanda. Acto seguido, preparó dos paquetes más mientras la encargada subía. Después, el artista ya no volvió a embalar. —Longinos leyó sus notas—. Teniendo en cuenta que Amanda siempre utiliza la escalera lineal en lugar del ascensor o la escalera de caracol, le debió resultar inevitable observar al Podador Manchego colgado en la pared cuando subió a la primera planta. El óleo está prácticamente alineado con la escalera. Además, cuando la encargada rompió a llorar al ver el hueco de la pintura en el muro, nosotros concluimos que es imposible ascender sin contemplar el cuadro. En consecuencia, si Ángel hubiera escondido entre esos primeros paquetes el López Torres, la obra ya habría desaparecido de su ubicación habitual cuando Amanda pasó por delante. Por tanto, habría advertido la ausencia del óleo y habría dado la voz de alarma mucho antes. Así, deducimos que el cuadro aún se mantenía en su sitio cuando el artista terminó de embalar.

—En definitiva, solamente lo pudo sustraer la encargada.

—Partiendo de este punto, Amanda solo esperó el momento idóneo para descolgar el cuadro y esconderlo entre los paquetes. Cuando Ángel descendió con esa pintura tan pesada y enorme, ella sabía que iba a tardar bastante más en trasladarla y colocarla en la furgoneta. En ese preciso instante, aprovechó para embalar el Podador Manchego.

—Ahora la pregunta es dónde está el lienzo de Ángel Carrasco.

—Evidentemente, en el ascensor descendieron treinta y un lienzos, pero al interior de la furgoneta solo llegaron treinta. Por consiguiente, la pintura desaparecida está en la planta baja. Allí, Amanda únicamente ha tenido contacto con los cuadros cuando tomó los cuatro paquetes que portaba Ángel. En seguida, la encargada le ordenó al artista que subiera a la primera planta con la intención de esconder una pintura sin ser vista. No se complicaría seguramente y la ocultó en el mostrador, ya que recibió los bultos enfrente.

—Después, Ángel le favoreció por no ver que faltaba un lienzo en la furgoneta.

Los investigadores salieron escopeteados de la improvisada sala de interrogatorios para rastrear el mostrador. Encontraron a la encargada en el vestíbulo.

—¿Qué sucede? —Amanda se alarmó y se le pusieron los nervios de punta.

Leopoldo registró cualquier rincón alrededor del mostrador, esparció los papeles amontonados encima e inspeccionó los cajones como posibles escondrijos.

—Nada por aquí —proclamó con un evidente gesto de impotencia y decepción—. Solamente hay programas de algunos eventos y folletos.

—Ángel, estás demasiado pálido —observó Amanda mientras el artista se unía al grupo—. ¿Te encuentras bien? Pasa al baño y échate agua en la cara.

Ángel Carrasco obedeció preocupado y marchó a los servicios para verse el rostro.

—¿Desde cuándo están los baños abiertos? —Indagó Longinos ingeniosamente.

—Desde primera hora de la mañana —aseguró ella, dubitativa.

—Yo mismo he ido a los aseos antes de interrogar a Ángel, y casualmente estaban cerrados. —Los agentes se miraron con complicidad y el comisario sonrió.

De repente, se escuchó un portazo, y unos pasos se acercaron velozmente.

—¡Lo acabo de encontrar! —El artista apareció sobresaltado, con un paquete en la mano derecha—. Al mirarme en el espejo he visto reflejado un misterioso bulto sobre el inodoro que había a mis espaldas. ¡Era mi lienzo!

El inspector reflexionó, lanzó una mirada inquisitiva y se acercó a la encargada.

—En todo momento has tratado de culpar a Ángel Carrasco mediante tus engaños. Primeramente, antes de los interrogatorios, has intentado desviar nuestra atención hacia el artista con fingidos sollozos. En segundo lugar, has maquinado un perfecto engranaje para que el López Torres acabara en la furgoneta y pareciera que Ángel Carrasco había dado el cambiazo. Estos dos puntos nos han sugestionado y hemos interrogado al artista sin mantenerte vigilada. En esos instantes de libertad has acudido al mostrador, donde habías ocultado el lienzo, y lo has escondido en el servicio de los caballeros. —Amanda asintió—. Así, en tercer y último lugar, has empujado a Ángel, con una excusa absurda, para que pasara al servicio y encontrase su pintura con facilidad. De ese modo, nosotros tendríamos motivos para inculparle, ya que al descubrir el cuadro se hubiera convertido en el principal sospechoso, pues daría la sensación de haberse rendido ante la presión.

—¿Cómo habéis adivinado todo esto? —Se cuestionó Amanda, abatida.

—De inmediato hemos descubierto que habías mentido en tu relato de los hechos. Hemos observado en la furgoneta un lienzo enorme, que solo habría sido posible bajarlo individualmente, mientras que tú habías asegurado que solo hubo viajes de dos lienzos cada uno. En cuanto a las puertas translúcidas, que casualmente estaban cerradas, dijiste que habías olvidado abrirlas esta mañana. En cambio, cuando subiste por la escalera tras dejar los paquetes en la furgoneta, tuviste que atravesarlas obligatoriamente para llegar a la sala de exposiciones temporales. En ese instante, podrías haberlas dejado abiertas, pero procuraste cerrarlas detrás de ti para que el artista no se diera cuenta de la ausencia del lienzo. Luego, en el interrogatorio de Ángel hemos percibido varias diferencias entre las dos versiones. Lógicamente, teniendo en cuenta tu engaño, hemos tomado el relato del artista como el verídico. Pero hay más detalles sustanciales. Tu primer desacierto ha sido confesar que siempre subes por la escalera lineal. Esa declaración nos ha revelado que solo tú habrías podido descolgar el Podador Manchego y empaquetarlo. El segundo error ha sido mantener los servicios cerrados hasta ahora. Tú, como dama de llaves, eres la única persona que ha podido abrirlos y ocultar el lienzo dentro.

—Solamente queda una cuestión por resolver —interrumpió de repente Leopoldo apartando a Longinos—. ¿Por qué ha ocultado el lienzo en el baño de los caballeros?

—Sencillamente para que Ángel Carrasco lo encontrara. Si lo hubiera ocultado en el baño de las chicas, como Amanda es la única mujer, nadie lo habría descubierto.

—Entonces, la intención de Amanda no era robar el lienzo del artista, ya que lo ha escondido en el servicio de los caballeros para que lo encontrara sin dificultad. Pero su intención tampoco era robar el Podador Manchego, ya que ha decidido ocultarlo en el interior de la furgoneta, el cual sería el primer sitio al que acudiríamos a investigar. De hecho, ella nos ha conducido hacia allí con su relato. Además, si hubiéramos ignorado la furgoneta, el lienzo estaría en posesión de Ángel Carrasco, no de la encargada.

—Dicho así, parece que Amanda ha organizado este entramado por amor al arte.

—Ella carece de motivos para realizar este suceso. Amanda es un brazo ejecutor.

—Ciertamente —admitió el inspector—. Es evidente que alguien la ha instigado a realizar este hecho delictivo. Alguien que pretendía darnos trabajo con la concatenación de dos falsas sustracciones. Alguien necesitaba un caso resuelto y que la policía hallara ambos cuadros rápidamente, antes de la llegada de Antonio López García.

—Ahora que lo dices, el célebre pintor venía a las ocho de la tarde. ¿Qué hora es?

—Son las ocho y media. —Longinos se arremangó hasta la muñeca para mirarse el reloj—. Antonio López García ya debería haberse presentado.

—La visita del pintor también era una artimaña —dedujo Leopoldo—, y tenía el objetivo de ponernos una hora límite para encontrar el lienzo. Pero ¿por qué a las ocho?

—Recuerdo que a las veinte horas de esta tarde había programado un evento en la biblioteca relacionado con el centenario del escritor Francisco García Pavón. —Los dos policías salieron a la puerta del museo para mirar los carteles del tablón de anuncios—. Se trata de la presentación de un libro de relatos policíacos, escritos por varios autores. Tal vez nuestro caso tenga relación con este acto. Al principio de la investigación te dije que, cuando había artistas implicados en un delito, siempre eran los responsables.

—Sin embargo, hemos demostrado que Ángel Carrasco es inocente.

—Pero ahora no estoy hablando de pintores, sino de escritores.

Longinos atravesó el patio del museo y entró en el vestíbulo; detrás, el comisario.

—Tú has sido incapaz de ejecutar este enrevesado plan libremente. —Longinos se dirigió a Amanda—. Un escritor te pidió que llevaras a cabo unas sustracciones porque necesitaba escribir un relato policíaco para publicarlo en un libro. Ese autor, por falta de originalidad e imaginación, recurrió desesperadamente a tu ingenio. A pesar de que esas acciones comprometerían tu puesto de trabajo, aceptaste la proposición porque podrías librarte de las sospechas si lograbas inculpar a Ángel Carrasco. Así, decidiste maquinar un suceso con todos sus pormenores haciendo creer que el artista era el culpable.

—Lo siento. —Amanda bajó la cabeza en señal de aprobación—. Me convenció porque me había asegurado que aparecería en la narración y mucha gente la leería.

—Ese relato debía estar preparado antes de la presentación, por lo que también te mandó que apremiaras a la policía. De esta manera, inventaste el pretexto de la visita de Antonio López García, cuya hora de llegada hiciste coincidir con el inicio del acto. Así, estaríamos obligados a esclarecer lo ocurrido deprisa, y el suceso estaría resuelto a las ocho de la tarde para cumplir con el plazo que habría impuesto la editorial. Nosotros nos apuraríamos en aclarar el caso, mientras que el autor tendría su trama a la hora indicada.

—Lamento lo ocurrido —se arrepintió Amanda—, pido mil veces perdón.

—Sin embargo —tranquilizó Longinos—, somos conscientes de que tu actuación ha estado altamente condicionada por otra persona.

—Aún debemos aclarar ciertos aspectos del caso —advirtió Leopoldo—. ¿Cómo habrá sido capaz el escritor de ver los acontecimientos acaecidos y de escuchar nuestros diálogos sin estar aquí presente? Además, habrá tenido que escribir todos los detalles de la historia y mandar la narración a la editorial, la cual necesita su tiempo para editarla e imprimir los ejemplares del libro. Estos procesos no son instantáneos.

—Yo también he intentado responder a esos asuntos sin éxito —dijo la encargada.

—Esas cuestiones deberá explicarlas el propio autor —opinó Longinos—, cuando sea arrestado y lo traslademos a las dependencias policiales.

—Entonces, el incidente está solventado de momento —anunció el comisario—: hemos encontrado los dos lienzos y hemos deducido el principal motor del robo. Ahora, marchemos a la biblioteca y detengamos al auténtico culpable.

—La idea es comprar ese libro al instante y ojear todas las páginas hasta detectar nuestro caso. Luego, actuamos contra el presunto escritor de esa ilícita narración.

—Amanda, esta noche dormirás en tu casa en vez de en el calabozo —dictaminó el comisario—. No obstante, en los próximos días tendrás noticias del juzgado.

La pareja de policías salió del museo vertiginosamente y abandonó la Glorieta de María Cristina. Se precipitaron por la calle de la Independencia hacia la biblioteca.

—Nuestra actuación ha inspirado un relato policíaco —celebró el comisario.

—Aunque la narración sea ilegal, ¿a ti también te enorgullece ser el protagonista de una obra literaria? —indagó Longinos mientras corrían por la calle.

—Por supuesto. —Sonrió—. Pero una auténtica obra literaria debe modificar la realidad o crear una nueva mediante la ficción. En cambio, nuestro autor ha provocado un suceso con el objetivo de recurrir a la existencia real.

—¿Recuerdas que antes me llamaste loco por pensar que las historias de Plinio son verídicas? —El inspector sacó su libro del bolsillo—. Ahora hemos demostrado que los personajes de un relato policíaco pueden existir perfectamente.

La presentación del libro se estaba realizando en el salón de actos de la biblioteca. De repente, Leopoldo y Longinos abrieron la puerta con violencia. Yo, en ese momento, desesperado y sin escapatoria, me levanté de mi asiento:

—¡Esos son los protagonistas de mi relato! —Grité señalando hacia la puerta.

Todos los presentes en la sala se giraron, pero a nadie vieron.

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