Decidieron esperar a que entrara un poco más el
día, y aunque era muy frío, la ausencia de nubes dejaba que el sol calentara
mínimamente la escena.
Eran casi las doce de la mañana, cuando pudieron sacar al difunto del
encajonamiento en donde lo habían dejado. Seguían sin reconocer aquella cara.
Depositaron el cuerpo en la acera de cemento
como pudieron, el cual, a causa de la congelación, quedaba formando un
ángulo recto, puesto que las piernas, al quedar colgando fuera del continente,
habían bloqueado el desdoble de las rodillas. Si disponían a la víctima boca
arriba, quedaba como haciendo gimnasia ejercitando los músculos dorsales, esto era causa de alguna mofa y
“acuerdos” de los chistosos. Decidieron por fin situarlo de lado y por lo menos
parecía menos ridículo.
La mente avispada de Bornes lanzó inmediatamente
los ojos a las manos del muerto, recordó la mano de Joselillo portando un
eslabón, y… efectivamente éste también llevaba otro en su mano derecha. El cerebro del guardia
voló en coincidencias: «cadena, congelación, figura ridícula, muerto por la
noche, y ¿cuantas más coincidencias habría?»
Con el objetivo de identificar a la víctima registraron los bolsillos y
apenas encontraron nada, algún palillo “mondadientes”, un moquero en el
pantalón, un billete de tren con las letras diluidas por la acción del agua y
lo que fue decisivo: Una cartera en el bolsillo interno de la chaqueta. Dentro
una foto de mujer con aspecto de salir de la peluquería, con el pelo cardado y
maquillada para la foto; dos mil pesetas distribuidas en un billete de mil,
otro de quinientas y cinco de cien, (como si acabara de sacarlos del banco) algunas
monedas en el bolsillo, que sujetaba un botón metálico, y el documento nacional
de identidad del finado. Afirmaron que era de él por un cierto parecido, aunque
el retrato era de bastante más joven.
Se llamaba Adeodato del Rey Ajenjo, nacido el
día 30 de enero de 1900, por lo tanto había cumplido 60 años, en Terrinches
provincia de Ciudad Real, Hijo de Mauricio
y Catalina. Se trataba de un miembro de familia acomodada, procedente
del citado pueblo y con residencia en Madrid, que había conseguido una fortuna
aunando su empresa con algunos mandos del gobierno, datos por los que se
dedujo, que se trataba de una persona
pudiente.
-El asesino parecía preparar a sus víctimas en formas ridículas, no conforme
con quitarles la vida, se obcecaba con ellas infringiéndoles esas posturas tan
rebuscadas y ridículas, –razonaba en su mente don Manuel el juez y así lo
comentó al policía don Fructuoso.
-Sí, la razón lo acompaña, pero… esa es la
primera lectura de las posiciones. No podríamos descartar un cierto mensaje
subliminar. Observe que a Joselillo lo colocaron en cruz, éste podríamos decir
que su postura verdadera es la de genuflexo, estar de rodillas, ¿no le parece,
don Manuel que podría haber un cierto mensaje religioso, que el asesino quiere
enviarnos?
A los oídos de Bornes, que no se separaba mucho
del policía secreta, llegó la conversación íntegra de ambos y aportó una
tercera opinión
-¿Yo opino que han querido dejar los muertos con
actitudes de petición de perdón? Uno con los brazos abiertos y el otro,
efectivamente, de rodillas. ¿No será que los ejecutaron, porque habían hecho
algo que el asesino detestaba?
Don Epifanio que se había unido a escuchar los
comentarios no salía de su asombro oyendo a aquellos investigadores. Y aportó
algunas de sus dudas:
-¿Qué relación hay entre los dos individuos? ¿Qué
acción quiere vengar en ellos el asesino, si uno vivía en el pueblo y el otro
en Madrid desde hace años y posiblemente ni se conocían? Uno era más pobre que una rata y el otro adinerado y
de familia rica. Todo esto es absurdo, no hay relación alguna entre las
dos muertes, sus elucubraciones, están
fuera de toda lógica.
En la tarde del mismo día del encuentro de la
segunda víctima, reunidas las autoridades pertinentes en el consabido depósito
del cementerio y con el protagonismo de don Epifanio se sometió el cuerpo de
Adeodato a examen pericial. El cuerpo no tenía la menor señal de violencia a
primera vista; nada de heridas, nada de hematomas, nada de rasguños. Todo
parecía concluir en la certificación de una muerte natural por «parada
cardiorrespiratoria», como acostumbraban a certificar los médicos cuando no
había una causa indiscutible del óbito.
-Absurdo, totalmente absurdo –opinaba el cabo
Bornes dando pequeños paseos por la habitación, al tiempo que elevaba
inconscientemente el tono de voz- no puede ser. ¿Cómo va a morir una persona
por muerte natural dentro de un bebedero de animales? ¡Es ridículo! Este señor
se siente mal a media noche, viene de no sé
de dónde y se tumba dentro del pilón, hasta que se congela. ¡Imposible!
¡No puede ser! Ha de haber alguna razón para su muerte que no sea la aparente.
-Por favor, don Epifanio, -sonó la voz calmada,
perteneciente al policía secreta- sería tan amable de permitir dar la vuelta a
la víctima, si no es mucho pedir y que observemos también la parte dorsal.
-Por mí no hay problema, al contrario, nos
permitirá completar la autopsia.
Entre el enterrador, el alguacil y el forense
colocaron el cuerpo de costado, todavía no habían podido enderezar del todo las
piernas por la congelación y la rigidez de la
muerte, incluida la intervención cortante del bisturí médico.
No se podría decir qué ojos fueron los primeros,
que se posaron en la nuca del yacente, si los de Bornes o los del forense. El
segundo lugar en el que coincidieron las miradas fueron los ojos de uno y del
otro, para a continuación posarlos sobre la figura de don Fructuoso el secreta.
Sí, en la nuca había una herida de unos tres
centímetros de ancha, sin reborde alguno. Introdujo el médico el instrumental
adecuando y concluyó:
-Este hombre ha muerto por la
penetración de un objeto cortante entre las vértebras C1 y C2, la profundidad
de la herida es de cinco centímetros.
-Igual que a Joselillo, -coincidieron en decir
varias voces al unísono.
-Así es, igual que hicieron con el desdichado
Joselillo, -concluyó el forense-, por lo tanto certifico que a este hombre lo
han asesinado con toda evidencia y no ha muerto por causa natural como
pensábamos al principio.
-¿Cómo sabía usted don Fructuoso que esta
persona tenía una herida en la nuca? -interrogó Bornes con toda la intención de
que era capaz.
-Perdone, señor guardia, yo no sabía que tuviera
herida alguna en el dorso este difunto, sólo he pedido por favor, y si a don
Epifanio parecía oportuno, observar también esa parte, para completar más
detalladamente nuestra labor en este asunto.
Comentó esto el de la Benemérita, porque llevaba
un tiempo sospechando de una posible implicación del policía, y efectivamente
se había pasado tres pueblos con aquella pregunta tan directa y ocultamente
acusatoria.
(Continuará)
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Viernes, 26 de Abril del 2024
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