Opinión

Elogio de la permanencia con ocasión de mi veintiséis cumpleaños

Francisco Javier Navarro Prieto | Miércoles, 19 de Febrero del 2020
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Cumplir años puede suponer una fecha igual de arbitraria que cualquier otra para reflexionar. Pero en mi caso, hace ya algún tiempo que decidí elevar esta arbitrariedad a deber, de modo que el día del 19 de febrero suelo ocuparlo en mirarme a mí mismo y dedicar un rato a pensarme.

Hoy cumplo 26 años. La edad en la que dejas de pasar gratis a la mayoría de los museos de la Unión Europea; edad en la que entras en la categoría de adulto a la hora de comprar los tickets de tren; edad en la que el precio de la tarjeta del metro se duplica. Los veintiséis son una edad curiosa. La maquinaría del mundo se empeña en recordarte que ya no eres joven, pero si se te ocurre expresar tu preocupación por el paso del tiempo en seguida alguien te dirá que quién pillara los veintiséis otra vez.

Suerte que esta semana la he pasado en París, lugar donde las miradas de las encargadas de los museos se han obstinado en recordarme que apenas me faltaban unos días para tener que pagar la entrada. Por poco, decían. Yo sonreía.

Ayer, por ejemplo, mientras recorría los largos pasillos del Louvre rumiando la falta de compromiso artístico de un museo que, rendido por completo a las lógicas de un centro comercial, no restaura ni limpia sus cuadros, se me vino a la cabeza un pensamiento. Estaba yo observando una serie de pinturas nada llamativas, en medio de una sala prácticamente vacía y no demasiado iluminada. Se trataba de algunos de los pocos cuadros de Van Huysum que se hallan en el Louvre: maravillosos cuadros de flores en los que la materia colorida de los vegetales parece cobrar la vida de una figura en movimiento. Aquellas flores parecían conservar la primavera entera en un gesto, pensé, y entonces una asociación imprevisible me transportó algunos años atrás hacia aquella época en la que viví en Ciudad México. Fue allí donde pasé la noche de mi veintidós cumpleaños, feliz porque gente a la que quiero mucho me había organizado una fiesta sorpresa. En concreto, el color morado de cierta flor en el lienzo me había trasladado a la primavera en Ciudad de México, cuando los árboles de todas las calles se llenaban de Jacarandas y la inmensa avenida de Insurgentes se teñía de morado, como queriéndonos recordar que los colores con que nos vestimos para celebrar nuestras fiestas y carnavales no son sino pálidos reflejos de las vestimentas del mundo natural.

Tras abandonar -o, mejor dicho, ser abandonado- por el aquel recuerdo, me dirigí a la sala del arte griego antes de salir del museo. Y de nuevo la memoria me atacó: esta vez se trataba de un poema de Keats: Oda a una urna griega. En él, Keats se dirige a la urna y escribe: 

Cuando la vejez desgaste esta generación,

tú seguirás en medio de otro dolor,

que no el nuestro, amiga del hombre 

En mi cabeza, la memoria de México, que no había terminado de marcharse del todo, se mezcló con el poema de Keats, y entonces recordé que hubo un tiempo en que pensaba los viajes como una especie de liberación. Viajar más significaba vivir más, hablar con más gente, ser más sabio. Todo lo negativo estaba del lado de lo que no se mueve o no cambia. De modo que fueron muchos los años en los que solía gastar todo el dinero que tenía en viajar. Y no solo en viajar, sino en todas aquellas experiencias que me pudieran procurar la mayor intensidad. Frente a aquel frenesí que me había llevado a viajar a México o a vivir meses enteros abusando de todo lo que me permitiera experimentar la mayor exaltación de las emociones, se erguía ahora la verdad del poema de Keats: la belleza no está unida a la velocidad sino a la permanencia. El arte expuesto en un museo es hermoso por el solo hecho de que permanece frente a las sucesivas generaciones que lo observan. Keats, que, por otra parte, murió joven y vivió deprisa, comprendió una verdad que hoy yo tengo por esencial: todo lo que merece la pena en esta vida se caracteriza por su capacidad para permanecer. Amamos las flores de Van Huysum, los poemas, las amistades o la familia, porque tenemos la certeza de que seguirán a nuestro lado mientras que todo lo demás está sujeto al cambio. En este sentido, el arte es el más viejo y fiel amigo del ser humano: aquel en cuya solidez de rocas o palabras nos podremos apoyar aun cuando los golpes de la vida amenacen con derrumbarnos.

Este cumpleaños no tiene nada de especial con respecto a otros: lo paso, como casi todos, lejos de casa. Ahora en Canterbury, a este lado del Brexit. Hoy cumplo 26 años, y frente a la velocidad que caracterizó otra época de mi vida, observo con emoción cómo las amistades y los poemas crecen junto a mí, mientras yo, acodado en las lentas mañanas del sur de Inglaterra, aprendo también a permanecer a su lado. 

 

Francisco Javier Navarro Prieto

Febrero de 2020, Canterbury

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