En Bellavilla iba mediado enero, se acercaba el
día de San Antón, una de las fiestas más
entrañables y queridas del año. Todos sus habitantes lo tenían como patrono de
animales, muy en especial de los que les ayudaban en el trabajo (mulas y
burros) y aquellos que los alimentaban durante gran parte del año (cerdos, más
conocidos aquí por gorrinos).
Por asistir al triduo y a la misa de la fiesta de
San Antonio Abad, conocían que había nacido en Egipto. Algunos recordaban,
dándose pisto por su memoria, que en algún sermón había dicho el cura: «Las
primeras luces de la vida las vio en Heracleópolis Magna en torno al 250 d. C.
y había pasado a la casa del Padre muy cerca de los 105 años».
También sabían que era eremita, y aunque la
palabra resultaba rara, significaba que durante gran parte de su vida había
sido ermitaño en el desierto. Incluso que fundó varios monasterios, de los que
fue su mentor y director; estos grupos o comunidades eran de oración y
trabajo compaginando ambos a lo largo de
las jornadas.
En la fiesta participaban todos los habitantes del
pueblo, pequeños y mayores, mujeres y hombres. Los más niños y mociquejos, dos
días antes del 17, recorrían las calles del pueblo pidiendo leña, para la
hoguera (aquí se denomina lumbre) de San Antón. Preparaban un garrancho
suficientemente grande, que les servía
como elemento de transporte, para echar sobre él otros muchos, que las familias
aportaban desde el corral o las gavilleras pertinentes. Con este acontecimiento
comenzaban las fiesta y la música de los transportadores de leña, porque los
recogedores de material fungible tenían
su mensaje cantado/gritado en su transcurrir: «Leñaaa paaa san Antoooon, Leñaaa
san Antooon»; con la diferencia musical de que la primera frase terminaba en
nota alta y la segunda con baja.
No importaba que hubiera barro por las calles,
charcos o heladas, los transportantes de garranchos eran inmunes al frío
mientras duraba su ocupación. Al llegar a casa se percataban de la situación
corporal: barro hasta las rodillas, el moco en la puerta y las manos heladas.
Poca cosa al fin y al cabo que no pudiera remediar la madre con un abrazo, una
palangana de agua caliente y una buena merienda a base de pan y chocolate.
No había que decir que la lumbre en estos momentos
era grande y crujiente, Los mayores de la casa, los abuelos estaban preparando
el “puñao”, había que tostar el candeal, en agua desde el día anterior, los
cañamones; mientras en la mesa de la cocina esperaban ya las guijas fritas, los
garbanzos y almendras, para mezclarse en una melé comestible y rica que daba
enjundia a las charlas entre amigos y aperitivo para el “vasete” pertinente del
bar de la Hermana Alejandra, mujer trabajadora dedicada sin horas al negocio
que le daba de comer.
En medio del inicio de una suave nevada Fructuoso
esperaba la visita de sus acólitos, como otras veces al abrigo de las faldas,
de la mesa camilla, recalentadas por el brasero de picón. En su momento envió a
la dirección convenida un telegrama con el siguiente texto: «Abuelo griposo,
venid donde y cuando siempre».
El escrito era exiguo, primero por razón
económica, a más palabras más coste; en
segundo lugar por obviar pistas indebidas a quienes lo leyeran, que no hubieran
tenido sintonía correspondiente y en tercer lugar porque los receptores
necesitaban poca explicación para saber de qué se trataba.
Los golpes necesarios en la reja de la ventana; el rito de puesta en
alerta conocido de siempre, iniciado por el habitante de la casa:
-¿Quién va?
-Gente en paz, -respondió una voz desde fuera.
-Traigo agua ferruginosa, -dijo a modo de
contraseña, el inquilino, haciendo referencia al lugar del encuentro del último
asesinado.
-Me faltan tres eslabones, -fue la respuesta
contraria, enumerando al tercer muerto.
Se abrió la puerta dando paso a los dos matones:
el pelirrojo silencioso y el barbudo con bicolor en las pupilas. No habían
cambiado ni su apariencia ni la indumentaria, tampoco los modales bruscos y de
pocos amigos.
-He preparado otro ajuste de relaciones, -dijo el
jefe de la cuadrilla, comenzando a comentar el inminente trabajo, que deberían
realizar el par de matones. Va a ser muy sencillo si continuamos con nuestro
estilo. Nada de huellas. Idéntico modo de “pasaporte”. Colocación del cuerpo:
de cúbito supino con una herradura en la mano derecha, ya que lo encontrarán el
día de San Antón… de ahí “la calza de
burro” y un eslabón, como viene siendo costumbre que hagamos en este pueblo, en la izquierda.
Debemos finiquitar a Etelberto Puerto del
Retortero, vive en la calle Sol Naciente, número 27. Es de costumbres fijas,
por lo tanto no será difícil seguirlo y decidir el momento oportuno para
liquidarlo. Trabaja en sus labores no de la casa ni del campo, sino de
trapicheos varios. La obra nos la encarga, Avelino Lizana Casas-Rubias, alguien
cuya mujer y a escondidas se amanceba con el tal Etelberto. Causa de celos y
esos asuntos. Como el marido engañado es de buena fama externa, ha requerido
nuestra ayuda. Los amantes aprovechan para verse en los días, que “il cornutto”
se ausenta de casa por la necesidad del comercio. Próximamente marchará a
Bilbao por una invitación de la empresa “El tornillo veloz”, para una feria de
herramientas y productos de ferretería. Es por ello que nosotros actuaríamos en
ese tiempo.
-Supongo que como cualquier amante, escondido
aprovechará la media noche para entrar y la amanecida para salir de la casa,-
arguyó el “Pelirrojo”.
-Seguro, no lo dudes, ese será nuestro momento,
-respaldó “Pupilas”.
-Dicho queda, dejo el asunto en vuestras manos, yo
mientras continuaré haciéndome presente donde me vean estos palurdos
componentes de la justicia en este pueblo. A ver si terminamos pronto y nos
marchamos con viento fresco a la otra punta de España.
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