Opinión

El fantasma (27)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 9 de Mayo del 2020
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El jueves a eso de las doce de la noche ya estaba en su puesto de vigilancia la pareja formada por el Pupilas y el Pelirrojo. Llegó el sereno puntual como de costumbre y se le oyó decir, después de carraspear en un intento de aclarar la garganta.

-Las doooceeee y despepejaaaooo.

Dicho lo cual, dio una calada honda al cigarro, expulsó con deleite el humo por las fosas nasales, mientras repasaba con la vista las calles vacías y en silencio, continuó el buen señor hacia otras cuatro esquinas, para vocear  la hora y el estado del cielo. Esta vez lo oyeron muy a lo lejos; con la serenidad de la helada, que estaba cayendo, se transmitían los sonidos con total nitidez. La noche se hacía eterna para los esperantes ocultos.

El reloj de la torre hizo sonar dos campanadas. ¡Las dos en punto!. Una luz iluminó por dentro el cristal del montante de la puerta, donde vivía el ferretero. Pupilas dio un codazo a su compañero, con un movimiento de cabeza intentó señalar la luz y en un susurro anunció al compinche:

-¡Atención, mira la puerta!. En cuanto aparezca actuamos como de costumbre. No quiero el más mínimo error. Rápido y en silencio.

-No te preocupes lo tenemos bien ensayado. Cada cual ejecutamos nuestro cometido en un santiamén terminamos.

Se abrió la puerta y apareció una sombra recortada por la luz de una bombilla interior, correspondía a la pareja en el momento de la despedida posterior a los momentos de retozo camario. Se apreciaban sonrisas, no se oían comentarios de los amantes, un último beso en la mano de la mujer.

Sale el querido terminando de subirse la bufanda a ras de los ojos, el sombrero calado hasta las cejas, le permitían ver una línea de calle y pared junto a la acera. Esperó a que su fornicada cerrara la puerta por dentro, se oyó la llave en la cerradura y posteriormente correr el cerrojo, que siempre acompañaba cuando estaba sola en casa.

Etelberto dio un saltito con un pié adornando una pirueta con el otro, bajó de la acera y se dispuso a continuar por medio dela calzada: «Todavía estoy suficientemente ágil, para mis años, no hay cosa mejor para la salud que comer bien, trabajar poco y un revolcón de vez en cuando en cama ajena», pensó mientras introducía las manos en los bolsillos del abrigo de paño hecho a medida por el sastre del pueblo.

Comenzó a andar hacia las cuatro esquinas próximas, torcería a la derecha y enseguida encontraría su casa. No se percató de dos sombras silenciosas siguiendo sus pasos, embutido en sus pensamientos, y en el regusto de lo disfrutado anteriormente, se sentía amo del mundo.

Todo siguió en silencio. De pronto alguien lo agarró desde atrás haciendo lazo con las manos, ante la sorpresa comenzó a forcejear, pero imposible poder sacar las manos de los bolsillo para defenderse, una fuerza descomunal abrazaba su cuerpo por la espalda. Intentó gritar y notó un pinchazo agudo en el cuello con la sensación de que se le partía la nuca. Sintió que su cuerpo quedaba como muñeco de trapo; la fuerza, de la que se sentía orgulloso instantes antes, había desaparecido. No podía hacer nada. Imposible defenderse. No respondían los  brazos, las piernas tampoco. Intentó volver la cabeza, y no pudo. Un ruido sordo atronaba los oídos, no podía distinguir ningún sonido en el silencio de la noche. Comenzó a ver borroso y entró en una especie de sueño pesado, que lo llevó hasta el suelo. En ningún momento pensó en la realidad que estaba ocurriendo, también el cerebro había dejado de funcionar.

No había duda; evidentemente eran profesionales en el asunto de matar. Los acompañaban muchos años haciendo lo mismo. Su destreza bien valía los fajos de billetes que exigían por sus trabajos.

No necesitaban esconder los cuerpos de las víctimas fabricadas por sus manos. Era casi un juego. Solucionar los problemas a la gente pudiente. Y posteriormente abandonar el escenario del crimen dejando unos interrogantes a modo de acertijos, para las autoridades investigadoras, lo que les producía un regusto interno, junto con el desafío de sentirse en el centro del ruedo imaginario.

-Cógelo de los pies que yo lo agarro por las asilas. ¡Rápido!, -ordenó a media voz el Pelirrojo al compañero.

Lo situaron, como les había ordenado don Fructuoso,  en el cruce de las dos calles;  con el brazo derecho señalando la casa en donde se había refocilado; incluyó Pupilas en su mano derecha un eslabón de cadena idéntico al de anteriores víctimas, como firma de una actuación más del Fantasma. Y en la izquierda una herradura de burro, siempre había que incluir en la escena del crimen alguna señal anexa, para adivinanza de investigadores. Por algún trauma del subconsciente gustaba al jefe incluir un detalle con apariencia religiosa, que sin ser propio de ningún culto de fe, sí diera un cierto sentido extranatural a sus fechorías, con lo que sentía doble satisfacción al concluir sus encargos.  

Estábamos en las primeras horas de la fiesta de San Antón patrono de los animales, por eso imaginó,  que  una herradura era la referencia perfecta en este caso.

(Continuará)

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