Opinión

Ajuste de cuentas

Juan Félix Maldonado | Domingo, 7 de Marzo del 2021
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En los años 80 y 90 abrieron en Tomelloso, al igual que en el resto de la geografía nacional, numerosos salones recreativos. Locales abarrotados de adolescentes entre música atronadora y humo. Allí había billares, futbolines y, sobre todo, máquinas recreativas.

El último regalo que me han hecho ha sido una consola-retro. Por si no saben lo que es, les explico, se trata de un pequeño dispositivo, no más grande que una caja de cerillas, que contiene miles de videojuegos a los que puedes jugar simplemente con enchufarla a un televisor. Sí, lo han leído bien, miles de juegos, así que pueden imaginar que en esa extensa cifra hay un poco de todo, juegos exhumados desde la misma prehistoria de la programación informática hasta sagas mundialmente conocidas de consolas portátiles más recientes.

De entre toda esa extensa cifra a mí los que más me gustan son los de las recreativas; aquellas máquinas a las que jugábamos en los 80 y los 90 y de las que confieso sigo fascinado. Tal era mi filia por ellas que cuando era niño, al salir de catequesis, demoraba mi regreso a casa en “las Viejas” sala situada en la plaza, una de las primeras que abrieron en Tomelloso, por ello y porque no había cartel con nombre oficial, recibieron ese denostado apodo. Después se fueron abriendo más de ellas, con máquinas más modernas, hasta llegar a cerca de una decena repartidas por todo el tejido urbano del pueblo. En mi caso, por cercanía, algunas veces me escabullía de casa con cualquier excusa para ir hasta el Tizza´s, situado detrás de la iglesia, solo para ver cómo otros chicos jugaban. Y es que a 25 pesetas la partida, es decir, unos 15 céntimos de euro al cambio, significaba un caro precio para nuestros ínfimos presupuestos. Así que la mayoría del tiempo que allí pasaba, no era precisamente jugando, sino viendo cómo otros lo hacían. Porque “echar una partida” en aquellos lugares era un acto público, una exhibición abierta a otros chicos que te rodeaban, que se apoyaban en el mueble de la recreativa, que te jaleaban o mofaban de tus errores, mientras tú luchabas a los mandos por tu púber dignidad de jugador.

Mi nueva consola además va acompañada de una mesa de mandos con palanca y botones; una réplica exacta de aquellas máquinas, por lo que la experiencia de regreso al pasado roza la perfección. Con la ventaja de que ahora puedo jugar infinitas veces y echar todas aquellas partidas que entonces por mi limitada economía no pude librar. Así que cada vez que pulso el botón de los créditos, o cada vez que paso ese nivel en el que me quedé por falta de habilidad o dinero, es un ajuste de cuentas con el pasado y una maravillosa rememoración de la infancia.

Cuentan que cuando Antonio Machado murió en Collioure, exiliado de la barbarie de su patria, encontraron en un bolsillo de su abrigo un pedazo de papel arrugado donde había anotado lo que fueron sus últimos versos: “Estos días azules y este sol de la infancia”. No se puede entender la poesía de Machado sin la impronta de la infancia, la que marcó a martillo y cincel toda su vida. ¿Y a quién no?, me pregunto. La infancia es el lugar que nunca abandonamos; los recuerdos de entonces siempre formarán parte de nosotros. La calle donde crecimos siempre será la nuestra, la música que sonaba en el casette del coche de nuestros padres siempre estará nuestra cabeza. El colegio al que fuimos siempre será nuestro colegio. El pueblo donde nos criamos, nuestro pueblo.

Así que ahora, cuando conecto la consola en el salón de mi casa, regreso a ese lugar, como Machado mirando el cielo de Collioure, aunque no fuese ni el mismo azul ni el mismo sol. Aunque ahora esté en mi casa y no me haya tenido que escabullir a ningún sitio, ni tampoco me envuelva aquel humo ni aquella música atronadora, y ya no haya nadie alrededor.

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