En los
años 80 y 90 abrieron en Tomelloso, al igual que en el resto de la geografía
nacional, numerosos salones recreativos. Locales abarrotados de adolescentes entre
música atronadora y humo. Allí había billares, futbolines y, sobre todo, máquinas
recreativas.
El último
regalo que me han hecho ha sido una consola-retro. Por si no saben lo que es,
les explico, se trata de un pequeño dispositivo, no más grande que una caja de
cerillas, que contiene miles de videojuegos a los que puedes jugar simplemente
con enchufarla a un televisor. Sí, lo han leído bien, miles de juegos, así que
pueden imaginar que en esa extensa cifra hay un poco de todo, juegos exhumados
desde la misma prehistoria de la programación informática hasta sagas
mundialmente conocidas de consolas portátiles más recientes.
De entre
toda esa extensa cifra a mí los que más me gustan son los de las recreativas;
aquellas máquinas a las que jugábamos en los 80 y los 90 y de las que confieso
sigo fascinado. Tal era mi filia por ellas que cuando era niño, al salir de
catequesis, demoraba mi regreso a casa en “las Viejas” sala situada en la
plaza, una de las primeras que abrieron en Tomelloso, por ello y porque no
había cartel con nombre oficial, recibieron ese denostado apodo. Después se
fueron abriendo más de ellas, con máquinas más modernas, hasta llegar a cerca
de una decena repartidas por todo el tejido urbano del pueblo. En mi caso, por
cercanía, algunas veces me escabullía de casa con cualquier excusa para ir
hasta el Tizza´s, situado detrás de la iglesia, solo para ver cómo otros chicos
jugaban. Y es que a 25 pesetas la partida, es decir, unos 15 céntimos de euro
al cambio, significaba un caro precio para nuestros ínfimos presupuestos. Así
que la mayoría del tiempo que allí pasaba, no era precisamente jugando, sino
viendo cómo otros lo hacían. Porque “echar una partida” en aquellos lugares era
un acto público, una exhibición abierta a otros chicos que te rodeaban, que se
apoyaban en el mueble de la recreativa, que te jaleaban o mofaban de tus
errores, mientras tú luchabas a los mandos por tu púber dignidad de jugador.
Mi nueva
consola además va acompañada de una mesa de mandos con palanca y botones; una
réplica exacta de aquellas máquinas, por lo que la experiencia de regreso al
pasado roza la perfección. Con la ventaja de que ahora puedo jugar infinitas
veces y echar todas aquellas partidas que entonces por mi limitada economía no
pude librar. Así que cada vez que pulso el botón de los créditos, o cada vez
que paso ese nivel en el que me quedé por falta de habilidad o dinero, es un
ajuste de cuentas con el pasado y una maravillosa rememoración de la infancia.
Cuentan
que cuando Antonio Machado murió en Collioure, exiliado de la barbarie de su
patria, encontraron en un bolsillo de su abrigo un pedazo de papel arrugado
donde había anotado lo que fueron sus últimos versos: “Estos días azules y este
sol de la infancia”. No se puede entender la poesía de Machado sin la impronta de
la infancia, la que marcó a martillo y cincel toda su vida. ¿Y a quién no?, me
pregunto. La infancia es el lugar que nunca abandonamos; los recuerdos de entonces
siempre formarán parte de nosotros. La calle donde crecimos siempre será la
nuestra, la música que sonaba en el casette del coche de nuestros padres
siempre estará nuestra cabeza. El colegio al que fuimos siempre será nuestro
colegio. El pueblo donde nos criamos, nuestro pueblo.
Así que
ahora, cuando conecto la consola en el salón de mi casa, regreso a ese lugar, como
Machado mirando el cielo de Collioure, aunque no fuese ni el mismo azul ni el
mismo sol. Aunque ahora esté en mi casa y no me haya tenido que escabullir a
ningún sitio, ni tampoco me envuelva aquel humo ni aquella música atronadora, y
ya no haya nadie alrededor.
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Viernes, 3 de Mayo del 2024
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