Con mano temblorosa redacté el
documento donde constaba su parte de la herencia familiar. Conseguí firmar como
si rubricara una sentencia de muerte. Cuánto dolor producía tener que
separarnos de él. Se vistió con la túnica más bonita que le había tejido su
madre Marta, se calzó sandalias brillantes y en su dedo anular derecho colocó
el anillo que le regalamos el día de su mayoría de edad. Mi esposa sentada en
su rincón junto al fuego dejaba brillar con la luz de las llamas sus lágrimas
presurosas por sus mejillas. No consiguió articular palabras de despedida. Yo
no pude salir a la puerta de nuestra casa para despedirme de él.
Leví, mi hijo primogénito, y hermano de
Juan, que ahora marchaba, se colocó delante cortándole el paso, puso sus dos
manos trabajadas y endurecidas con las labores del campo en sus hombros, lo
miró a los ojos como escudriñando alguna nube de duda en el fondo de su mente y
le preguntó con voz dulce pero tajante:
-Juan, ¿Estás seguro de que quieres
irte? ¿No te da pena abandonar a Papá y Mamá? ¿Qué es lo que te hace sufrir y
por lo que has decidido marchar? ¿Puedo
hacer algo para que no te vayas?
-No, Leví. La vida se ha convertido en
rutina en esta casa y en esta familia. Quiero aprovechar mi juventud para
divertirme y disfrutar del mundo y de sus ofertas de bienestar. ¿No has oído
hablar de todo esto a los comerciantes ismaelitas que recorren los caminos del
desierto? Los lujos, las mujeres más bellas del mundo en Egipto, en Atenas, en
Roma… Todo eso es muy atractivo; mi ímpetu de juventud me hace salir corriendo
hacia esas tierras de exuberantes promesas. Tú quédate en este pueblucho y
continúa destripando terrones de tierra. Cásate pronto y llena la casa de
hijos, deslómate para cuídalos, límpiales los mocos…; aguanta las regañinas de
tu mujer. Te harás viejo, dando vueltas, como un burro, atado a la noria de tu
existencia.
Sus últimas palabras fueron subiendo de
desprecio, como si intentara ridiculizar lo que generaciones anteriores
habíamos creado con el sudor de nuestra frente. Se dirigió a la puerta y ladeando la cortina con la mano que llevaba
libre nos despidió a todos con estas palabras:
-Hasta nunca, familia. Intentad ser
dichosos.
-Soltó la cortina y desapareció. Quise
levantarme para contemplar su partida, pero mis piernas no quisieron obedecer.
Intenté ayudarme con mis manos y fue imposible. No puede más que unirme al
llanto de Marta, y empapar mi barba plateada por los años vividos. Creo que
únicamente me funcionaba el corazón para pedir a Dios que fuera su guía, que no
dejara que su pie tropezara con desdichas en su camino, que, si fuera posible,
algún día le cambiara las ideas, replanteando sus decisiones equivocadas.
Pasó una tarde, pasó una noche, y a la
mañana siguiente necesité palpar la cama de mi hijo, con la esperanza de que al
despertar todo seguiría como antes; sin embargo la realidad voceaba la
ausencia.
-Pero José, tu hijo Juan está
trabajando en tus campos con su hermano y el resto de obreros, me habías
comentado en nuestro diálogo en la fuente, -corté a mi interlocutor.
-Claro que sí. Al terminar la comida te
he dicho que necesitaba contarte una vivencia vital que mi familia protagonizó,
-me respondió añadiendo una mirada que fue desde mi cara a la jarra del vino,
como diciendo: “Estás más pendiente de la bebida que de mis palabras”.
-Perdóname, José. Ya he hilado lo que
me estás diciendo. Continúa, por favor.
-Desde aquel nefasto día tomé la
costumbre de salir a esperarlo, me subía a lo más alto del monte, desde allí se
ve cómo se alejan los caminos hasta tocar el azul horizonte. Pensé que si mi
hijo cambiaba de opinión se acercaría por algunas de aquellas sendas. Pasó un
día…, dos; un año, otro año…
-¿Todos los días subías al monte para
ver si venía tu hijo? –le pregunté inquieto, pensando que este José era hombre
muy persistente, yo hubiera dejado que viniera cuando quisiese; decidió irse
libremente, pues que vuelva cuando quiera, si es que quiere.
-No pienses que me volví loco, no. Me
movía el amor que le tenía a mi hijo; mi mujer me acompañaba muchos días, otros
me dejaba salir solo fingiendo que tenía muchas faenas, y me recogía con un
beso a mi vuelta. Sus ojos ilusionados chocaban con los míos fatigados de
atisbar los caminos. Nunca perdí la esperanza de ver a mi hijo, ahora en país
extranjero, de nuevo. Hubo tiempos en
que aflojaba la esperanza y pensaba que sólo nos encontraríamos cuando Dios nos
llevara al Seno de Abraham, en el final de la vida.
De pronto cambió la expresión de mi
compañero de tertulia y compuso un semblante de alegría, Marta, que no le
quitaba los ojos de encima, comenzó a dibujar una sonrisa entre complacencia y
complicidad. Tomaron ambos un sorbo del néctar de nuestros vasos, como si lo
tuvieran ensayado.
-Pero un día de primavera, -comenzó de
nuevo el padre con fuerza renovada-, limpio y brillante, un viento suave movía
los olivos; miré al camino de poniente y descubrí una figura humana
transitando, estaba cercano el medio día y el sol terminaba de escalar el punto
más alto de su recorrido. Parpadeé varias veces para aclararme la vista. Mi
corazón dio un vuelco y comenzó a latir con toda su fuerza. Aquella figura en
lontananza tenía los mismos andares que mi hijo Juan. ¿Sería él o mis ojos
estaban gastándome una broma siniestra? Giré la mirada a otros caminos
recorriendo el paisaje, todo estaba en calma, nadie transitaba por ninguna de
aquellas sendas. Volví los ojos al camino primero y la figura continuaba
avanzando y agrandando su tamaño…
José
parece que está viviendo de nuevo aquel acontecimiento, con qué fuerza narra, y
qué ímpetu pone en sus palabras. Se han agrandado sus pupilas y acompaña con
las manos y los brazos su charla. Los demás seguimos muy atentos a lo que dice.
Marta mantiene una sonrisa sencilla como ella es; parece también que revive la
experiencia. Yo no me pierdo ningún detalle para contarlo como estoy haciendo
ahora.
-No
podía distinguir su cara porque estaba todavía muy lejos. Pensé en volver
corriendo a casa y avisar a mi mujer, para que me sacara de la duda, pero no…
Me lancé al camino y corrí como nunca había corrido en mi vida. Los tropezones,
que daba en algunas piedras, me servían para que la zancada siguiente fuera más
larga. Solo ansiaba con todas mis fuerza llegar hasta la figura que ahora iba
tomando color y la forma era la de mi querido hijo ausente. Ya estaba seguro de
que se trataba de él. Cuando estuve cerca me agarré a su cuello, le di un
abrazo con mi cuerpo y con todo mi ser. Estuve apretándolo hasta que me
dolieron las manos. Recuerdo que se me fueron todas las palabras de mi mente y
solo repetía: ¡Hijo mío!, ¡Hijo de mi alma! ¡Qué alegría que hayas vuelto!
¡Bendito el día en que he vuelto a verte!
Tuvo que callar el padre de
corazón misericordioso su
narración, porque sus ojos comenzaron a
brotar lágrimas, y la voz se le vació de sonido
y se convirtió en suspiros. No me había dado cuenta que yo también
estaba emocionado; intenté decir algo pero mi garganta fue incapaz de articular
sonido alguno. Con el pañuelo soné mi nariz y enjugué mi cara.
-Es emocionante ¿verdad Cálamus? -Me
preguntó Marta, la madre. Ella también estaba muy conmovida, era la única que
podía hablar. No sé si por dar
respiro a su marido o porque ella también había sido protagonista de la llegada
de su hijo.
(Continuará)
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Sábado, 4 de Mayo del 2024
Domingo, 5 de Mayo del 2024
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