Opinión

Cuestión de tiempo

Eva María Baos | Martes, 13 de Abril del 2021
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Tocan las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción. Dan las once de la mañana del Viernes Santo. Los nazarenos este año tampoco se han vestido de morado. Cierro los ojos un segundo, oigo cornetas y tambores, casi puedo ver el paso del Niño de “El camino del Calvario”. Siento la punzada del recuerdo de otros años felices. Busco un lugar donde sentarme. Tomo asiento junto a una anciana que da de comer a las palomas. Tiene la mirada perdida, pero cambia su expresión en cuanto siente mi presencia. Me mira compasiva:

Llora sin cuidado. Llorar limpia el almame dice. Se están retrasando los costaleros de la Hermandad de Jesús, les toca salir ahora, están tardando, no sé por qué susurra mientras fulgura en mi mente por un instante la imagen de los costaleros entre nazarenos vestidos de blanco y verde. Se me encoge el corazón.

Una mujer joven cruza la plaza y se dirige a nosotros con paso resuelto. Respira hondo, y le tiende la mano:

Vamos a casa abuela,  mamá nos espera para hacer las torrijas y freír el bacalao, ya vamos tarde. No te vuelvas a ir tú sola, que luego no te encontramos. Vámonos, anda, no hay procesión por culpa del coronavirus.

Se alejan las dos mujeres, la joven con prisa; la anciana a regañadientes, lamentando perderse una procesión que tampoco va a salir este año. Antes de llegar a la esquina, echa un último vistazo al lugar donde ha estado sentada. Yo las acompaño hasta que ya no me alcanza la vista. Me vienen a la mente imágenes de torrijas, flores, hojuelas, rosquillos, natillas…, y descubro que el recuerdo de mi niñez está impregnado del olor de dulces manchegos. Los recuerdos que el viernes santo me acompañan son pedacitos de días de pascua de hace muchas décadas, días de alegre primavera, de vestidito claro y zapatos nuevos, de manga corta y rebequita, de incienso, tomillo y romero. Echo de menos el trasiego de las gentes en un ir y venir sin fin, la alegría de las calles llenas de vida, el alboroto confuso de sonidos, las terrazas llenas, la Semana Santa de procesiones y cofradías. ¡Maldito coronavirus! ¡Cuánto nos ha robado!

El 14 de marzo de 2020 cambió nuestras vidas para siempre. En realidad ya había cambiado antes, pero no lo sabíamos. Hacía meses que veníamos hablando de un virus que desde Wuhan se iba extendiendo por el mundo, pero no éramos entonces conscientes de que viajábamos en tercera clase hacia un destino trágico en un viaje sin retorno. La caja de Pandora había sido abierta y de ella habían escapado todos los males inimaginables.

Desde el inicio del confinamiento, con el estado de Alarma y nuestros movimientos y libertades limitadas para contener el coronavirus, hemos vivido - desde el terror y la angustia de muchos a la inconsciencia y el egoísmo de otros-, un año de fatalidad que nos habría gustado no tener que sufrir.  Los sanitarios se enfrentan al inicio de la pandemia a una lucha titánica cuerpo a cuerpo con la enfermedad y la muerte, sin respiradores, sin guantes ni mascarillas, atrapados en un sistema sanitario precario y colapsado. Mientras tanto, en agradecimiento por su labor y su entrega les aplaudimos todas las noches a las ocho desde ventanas y balcones como si estuviéramos en un corral de comedias asistiendo a una representación teatral cuyo trágico final no está al alcance de todas las conciencias.

El Congreso y los gobiernos regionales, enfrentados en un vergonzante campo de batalla, tirándose los trastos a la cabeza, eludiendo responsabilidades, se culpan los unos a los otros de la desastrosa gestión pandémica mientras en los hospitales saturados se elige a quién atender por falta de medios, y  en las residencias de mayores el virus se ceba con los más débiles…

Esperábamos poder ver la luz al final del túnel, confiábamos en la llegada de la mejor herramienta que nos podía dar ciencia contra la pandemia: la vacunación masiva. Un año después, seguimos pagando un precio altísimo en vidas, en contagios, en actividad económica, en alegrías e ilusiones.  Tenemos vacunas, pero no llegan a toda la población, el arranque ha sido lento y la organización logística ineficaz.

Me digo a mí misma que todo va a ir bien, que vienen tiempos mejores, que pronto toda la población estará vacunada y que podremos seguir con nuestras vidas, que seguiremos adelante, que aprenderemos a vivir sin los que nos faltan aunque jamás podamos olvidarlos y el dolor nos acompañe siempre. Vivir del pasado es condenarnos a morir en vida, me lo repito una y otra vez, pero aún no acabo de convencerme.

Miro a través del cristal de la ventana mientras escribo. Ha pasado una semana desde el domingo de resurrección y los vecinos tienen aún al pelele colgado del balcón. Este año tampoco lo hemos manteado, no ha podido volar. Se ha quedado en casa, confinado como nosotros. Al verlo, me vienen a la mente unas palabras que leí no recuerdo dónde: “Justo cuando la oruga piensa que es su final, se transforma en mariposa, abre las alas y alza el vuelo.” Me digo que sí, esta vez más convencida, que renaceremos de nuestras cenizas. Dejaremos una parte de nosotros mismos en el proceso, pero seguiremos adelante, más sabios, más humanos, más fuertes. Pronto abriremos las alas y alzaremos el vuelo. La alegría tomará las calles, se llenarán de vida de nuevo, y el año que viene volveremos a vivir la Semana Santa manchega con sus dulces, procesiones, cofradías y saetas.

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