Opinión

Cosejas y versetes VII. La señora venida a menos

Juan José Sánchez Ondal | Jueves, 15 de Abril del 2021
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Con motivo de la publicación de mi artículo “Cunill II. Novillero del Maestrazgo”, me remitía el director de este periódico la contestación de Ángel Martín-Fontecha   en la que, haciendo gala de su nobleza manchega, que no tiene nada que envidiar a la baturra, me reconocía el error al que le llevó la doble condición de don Francisco como novelista e historiador y en vez de darse por ofendido, me mostraba su agradecimiento y deseo afectuoso de conocernos personalmente. A través del mismo medió le respondía con el mismo afecto, diciéndole, entre otras cosas, que todos cometemos errores, “humanun est errare”, y que, si el mejor escribano echa un borrón, yo había emborronado pliegos y seguiría emborronándolos. Y he aquí la prueba en el mismo artículo, ya que como me amonesta cariñosamente mi compañero de colegio y curso, y amigo, Ignacio Carretero Rosado: ¿” Cuándo ha sido profesor tuyo de literatura don Francisco García Pavón en el “Colegio del Carmen”? Efectivamente sufrí un lapsus calami, ¿lapsus ordenatoris habría que decir ahora?, al escribir “colegio del Carmen”, en el que estudié los primeros años de bachillerato, interno, en Arenas de San Pedro, (Ávila), en vez de colegio de  Santo Tomás de Aquino de Tomelloso, del que he hablado en otro momento en este medio, que fue en el que recibí las enseñanzas de don Francisco. Gracias, Ignacio, por leerme, por advertirme y darme ocasión de rectificar.

Salvado el error, pasemos a los “Versetes y  cosejas” del día.

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La carta de la abuela

Aún me  habla su escritura

con toda la elocuencia

y oigo su voz sencilla,

en mi oído, su temblor.

Con precisión de acta

me habla tan dulcemente

como hablan las abuelas,

callando su dolor.

Me habla su tinta azul  

sobre el papel de luto

con su caligrafía,

con su sincero amor.

…………..

 

Esta anécdota la contaba mi abuela paterna, Anita, única de los abuelos que conocí,  con esas dotes narrativas que tenían las personas de entonces. Las ensartaban en la conversación con la mayor naturalidad, sin que el inciso les desviara del tema que estaban tratando, al que volvían, sin perder el hilo, tras el comentario o la moraleja correspondiente. Y solían, para aproximarlas y darles mayor credibilidad,  encarnarlas en personas remotamente familiares o conocidas y situarlas en lugares próximos o reconocibles.

 Se refería a una doña Manuela,  viuda de militar, beneficiaria de la escasa pensión del marido  y con cinco hijas solteras, en estado de merecer.  Vivían en la calle de Velázquez, en Madrid, en un primer piso señorial, alquilado, con cuatro balcones a la calle. Como Doña Elvira, en la comedia “Las de Caín”, de los hermanos Álvarez Quintero y en la zarzuela del mismo título, con música de Sorozábal, hacía los mayores equilibrios para mantenerlas, aparentando un nivel de vida del que estaban muy lejos de disfrutar, a la espera de que algún atolondrado mozalbete con posibles, les sacara del atolladero por la vía del matrimonio con  cualquiera de las niñas.

Los más de los días la comida era, más que frugal, escasa,  y las más de las noches, decía a las hijas que, para mantener una buena silueta y una tez nacarada, la mejor cena era una tisana que, por otra parte,  ayudaba a conciliar el sueño.

 Como eran seis mujeres, la viuda pregonaba a las vecinas y amistades que sus hijas habían de educarse en la austeridad y aprender a realizar por sí mismas, todas y cada una de las tareas domésticas, desde la más humilde a la más exquisita, única forma de que, cuando llegara el momento, pudieran mandar, con conocimiento, a la servidumbre. Servidumbre, claro está, que en aquella casa brillaba por su ausencia. Raramente  entraban en ella los dulces o la fruta y, en general lo que se suele tomar como postre o de merienda.

Un día la portera del inmueble, que era de un pueblo del Valle del Tiétar, regaló a una de las niñas unos melocotones que le habían traído de su huerto. A la hora de merendar repartió el obsequio de forma que tocaron a  melocotón por boca.

Doña Manuela salió al balcón del cuarto de estar, dispuesta a disfrutar de tan preciado manjar y, con los antebrazos apoyados en la barandilla del balcón, morosa y golosamente fue pelándolo con un cuchillo de postre de la cubertería de plata, y comiéndose cada trocito de la dorada y aterciopelada piel, mientras contemplaba, abstraída, el paso de los viandantes por la acera. Mas, cuando iba a comenzar la degustación de la jugosa carne del fruto, observó que la vecina del piso contiguo, también asomada al balcón, había estado siguiendo su proceder y la miraba con cierto sarcasmo.

Doña Manuela, que llevaba tal vez años sin probar el que había sido siempre su preferido fruto, se irguió y con toda la altivez de que era capaz, que era mucha,  mirando  a la vecina, arrojó el jugoso y pelado melocotón a la calle exclamando:

            -Del melocotón, la cáscara es lo mejor. 

…………………

El corazón, a veces, ha de pensar

cuando el cerebro siente.

………….

A veces la razón se sinrazona

Y nos dirige por el buen camino.

……………..

 

Madrid,  15   de abril de 2021                     

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