Previo:
Con motivo de la publicación de mi
artículo “Cunill II. Novillero del Maestrazgo”,
me remitía el director de este periódico la contestación de Ángel Martín-Fontecha en la
que, haciendo gala de su nobleza manchega, que no tiene nada que envidiar a la
baturra, me reconocía el error al que le llevó la doble condición de don
Francisco como novelista e historiador y en vez de darse por ofendido, me mostraba
su agradecimiento y deseo afectuoso de conocernos personalmente. A través del
mismo medió le respondía con el mismo afecto, diciéndole, entre otras cosas, que
todos cometemos errores, “humanun est
errare”, y que, si el mejor escribano echa un borrón, yo había emborronado
pliegos y seguiría emborronándolos. Y he aquí la prueba en el mismo artículo,
ya que como me amonesta cariñosamente mi compañero de colegio y curso, y amigo,
Ignacio Carretero Rosado: ¿” Cuándo ha
sido profesor tuyo de literatura don Francisco García Pavón en el “Colegio del
Carmen”? Efectivamente sufrí un lapsus
calami, ¿lapsus ordenatoris
habría que decir ahora?, al escribir “colegio del Carmen”, en el que estudié los
primeros años de bachillerato, interno, en Arenas de San Pedro, (Ávila), en vez
de colegio de Santo Tomás de Aquino de Tomelloso, del que he hablado en otro
momento en este medio, que fue en el que recibí las enseñanzas de don
Francisco. Gracias, Ignacio, por leerme, por advertirme y darme ocasión de
rectificar.
Salvado el error, pasemos a los “Versetes
y cosejas” del día.
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La carta de la abuela
Aún me habla su escritura
con toda la elocuencia
y oigo su voz sencilla,
en mi oído, su temblor.
Con precisión de acta
me habla tan dulcemente
como hablan las abuelas,
callando su dolor.
Me habla su tinta azul
sobre el papel de luto
con su caligrafía,
con su sincero amor.
…………..
Esta anécdota la contaba mi abuela paterna, Anita, única de
los abuelos que conocí, con esas dotes
narrativas que tenían las personas de entonces. Las ensartaban en la
conversación con la mayor naturalidad, sin que el inciso les desviara del tema
que estaban tratando, al que volvían, sin perder el hilo, tras el comentario o
la moraleja correspondiente. Y solían, para aproximarlas y darles mayor
credibilidad, encarnarlas en personas
remotamente familiares o conocidas y situarlas en lugares próximos o
reconocibles.
Se refería a una doña
Manuela, viuda de militar, beneficiaria
de la escasa pensión del marido y con
cinco hijas solteras, en estado de merecer.
Vivían en la calle de Velázquez, en Madrid, en un primer piso señorial,
alquilado, con cuatro balcones a la calle. Como Doña Elvira, en la comedia “Las
de Caín”, de los hermanos Álvarez Quintero y en la zarzuela del mismo título,
con música de Sorozábal, hacía los mayores equilibrios para mantenerlas,
aparentando un nivel de vida del que estaban muy lejos de disfrutar, a la
espera de que algún atolondrado mozalbete con posibles, les sacara del
atolladero por la vía del matrimonio con
cualquiera de las niñas.
Los más de los días la comida era, más que frugal, escasa, y las más de las noches, decía a las hijas
que, para mantener una buena silueta y una tez nacarada, la mejor cena era una
tisana que, por otra parte, ayudaba a
conciliar el sueño.
Como eran seis
mujeres, la viuda pregonaba a las vecinas y amistades que sus hijas habían de
educarse en la austeridad y aprender a realizar por sí mismas, todas y cada una
de las tareas domésticas, desde la más humilde a la más exquisita, única forma
de que, cuando llegara el momento, pudieran mandar, con conocimiento, a la
servidumbre. Servidumbre, claro está, que en aquella casa brillaba por su
ausencia. Raramente entraban en ella los
dulces o la fruta y, en general lo que se suele tomar como postre o de
merienda.
Un día la portera del inmueble, que era de un pueblo del
Valle del Tiétar, regaló a una de las niñas unos melocotones que le habían
traído de su huerto. A la hora de merendar repartió el obsequio de forma que
tocaron a melocotón por boca.
Doña Manuela salió al balcón del cuarto de estar, dispuesta a
disfrutar de tan preciado manjar y, con los antebrazos apoyados en la
barandilla del balcón, morosa y golosamente fue pelándolo con un cuchillo de
postre de la cubertería de plata, y comiéndose cada trocito de la dorada y
aterciopelada piel, mientras contemplaba, abstraída, el paso de los viandantes
por la acera. Mas, cuando iba a comenzar la degustación de la jugosa carne del
fruto, observó que la vecina del piso contiguo, también asomada al balcón,
había estado siguiendo su proceder y la miraba con cierto sarcasmo.
Doña Manuela, que llevaba tal vez años sin probar el que
había sido siempre su preferido fruto, se irguió y con toda la altivez de que
era capaz, que era mucha, mirando a la vecina, arrojó el jugoso y pelado
melocotón a la calle exclamando:
-Del melocotón, la cáscara es lo mejor.
…………………
El corazón, a veces, ha de pensar
cuando el cerebro siente.
………….
A veces la razón se sinrazona
Y nos dirige por el buen camino.
……………..
Madrid, 15 de
abril de 2021
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Viernes, 26 de Abril del 2024
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