¡Cómo se pusieron ustedes –y “ustedas”- con el artículo de las del M-8!
Si es que, de verdad, ya no se va a poder hablar de nada,
oigan. A ver si con el bendito pretexto de la corrección, solo lo que pueda
pasar el filtro de los instagramers,
youtubers e influencers de
referencia –o del Ministerio moderno de
turno- va a ser palabra adecuada.
Y no, de verdad que no… Que una respeta mucho a los que
convierten su capa en un sayo y comulgan con proclamas –más o menos
revolucionarias- y se arrogan la posesión de la verdad. Pues, como decía el
otro, “con su pan se lo coman”. Pero si
uno, una o “une” –jajajaja- no gusta
del pan, o le apetece el pan, pero el que le ofrecen está duro, pues lo dice y
cada uno en su casa y Dios en la de “tós”.
En fin. Vamos a tratar de esquivar los charcos y voy a
contarles otra de mis tristezas en Semana Santa –que a ustedes seguro que poco
le importa, pero una se debe al compromiso mensual y ésa es obligación y no
vocación.
Pues eso, yo quería ir a Madrid, porque a mí la Capital
me apasiona.
Las luces que iluminan Cibeles o Neptuno, el lago del
Retiro, los libreros de la Cuesta Moyano, los vestigios de la Movida en
Malasaña, el universo canalla y libre de Chueca o Lavapiés, las exposiciones
del Prado o del Reina Sofía, las luces de sus teatros, los tablaos, circunvalar –ahora que no se pueden dar toros todavía- el
ruedo demiúrgico de Las Ventas, guardar cola para presentar los debidos
respetos al Cristo de Medinaceli o rezar un Padrenuestro en los Jerónimos o en
la Almudena…
Ese atardecer de la Gran Vía en primavera, las terrazas
de Jorge Juan con su gente del “todo Madrid”, los vermús y las cañas del
aperitivo en Ponzano con las patatas fritas o las aceitunas, el chocolate con
churros en San Ginés, las gallinejas y los entresijos en la Freiduría de
Embajadores, la tortilla con pimientos y ensalada de la Plaza de la Olavide, la
croqueta de bacalao de Labra, los calamares picantes de Casa Amadeo, el café en
el Gijón o el cochinillo de Botín…
Probar el rabo de toro en Casa Toribio, el marisco de
Combarro, las verduras en lo de la Manduca de Azagra, el cocido de Lhardy o
cenar los escalopines a las trufas con salsa de Oporto de Horcher. Porque una
es pobre, pero “delicá”. Y a mí, como
a mi abuela cuando “salía de viaje”,
me place más dejarme los ahorros de unas vacaciones entre el asfalto y la
tibieza del atardecer de un Madrid primaveral vacío, que pensar que, en verano,
lo dilapidaré en ese horno de carne fofa y descolgada que es Benidorm.
Madrid es ese casticismo cercano que te convierte en
madrileño a la segunda caña. Madrid es la menos europea de todas las capitales
modernas y, al tiempo, la que mejor abraza al que llega –quizá porque se
encuentre más próxima al cosmopolitismo que no exige muchos sellos en el
pasaporte.
Madrid no compite en la liga de las ciudades que
necesitan fotos con encuadre en la Lonely Planet. Madrid es esa villa en la que,
apartado tres calles de los itinerarios turísticos, aparece una corrala vecinal
con ropa tendida a la calle, la butaca de mimbre en la puerta y olor a col
hervida. Madrid es una ciudad para pasearla sin rumbo y con tiempo –y si puedes
con dinero, que lo cortés no quita valiente. Madrid es el lugar de los éxitos y
de los fracasos, y, quizá, por ello, a todos les molesta que cuando se hable de
algo, el foco se centre allí.
Pues eso, que me hubiera gustado ir a Madrid a pasar la
Semana Santa y escuchar a los abuelos al sol de Plaza de España o del Templo de
Debod lo que opinaban de Ayuso, de Gabilondo, de Errejón o de Iglesias, y
recrearme en ese cinismo tan madrileño de saber que, en ocasiones, elegir no es
decidir –ustedes igual no me entienden, pero yo me comprendo perfectamente.
Y para confirmar si, como me temo, Madrid va a aupar a
Ayuso a una mayoría absoluta porque es ese tipo de mujer macarra que apreciarías que fuera tu amiga en el recreo del
colegio, aunque, en el fondo, discrepas de lo que piensa nueve de cada diez
veces –y aquí, vuelvo a lo de antes, es que, con los otros, igual haces pleno… de divergencia. Porque quizá, Madrid,
cuando decide sobre lo íntimamente suyo, no arriesga a componendas posteriores
y barrunta que, cuerda o ida, la Presidenta se bate el cobre por ellos,
partiéndose la cara mirando hacia arriba, hacia los lados e, incluso, si viene
al caso, hacia abajo.
Pero los que mandan, ahora, dijeron que cierre
perimetral, al tiempo que critican a Madrid y a los madrileños porque, según
ellos, son unos descerebrados y unos insolidarios, y poco menos que les colocan
una especie de máscara de átomo infectante de COVID-19 cuando, si les dejan,
salen a “veranear” en cualquier
momento de asueto.
Vendrá algún bruto a decir que esto es propaganda de –o
para- Ayuso y… mis cojones. Es que
Madrid es bonita y tan “de todos” que
te apetece que le vaya bien. Es como ese equipo simpático que desearías que
ganase la final del torneo, al menos una vez, contra el club de tus amores.
Porque, a lo mejor, de una puta vez, hay que percatarse
de que no todo es batalla. Y que, en el fondo, todos somos un poquito
madrileños, aunque no queramos; por lo que, quizá, a todos nos conviene que le
vaya bien.
Shakira dejó ahí
a Madrid por Piqué. Pero, a mí, me han gustado siempre los cercanos y no los malotes/modernos. Y, con las ciudades,
qué quieren que les diga… pues igual.
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