Poco a poco nos vamos acercando a la normalidad y La Voz de Tomelloso ha podido recuperar una de sus señas de identidad: la visita semanal a las cuevas de Tomelloso, joyas arquitectónicas del subsuelo que fueron un elemento fundamental en el desarrollo y pujanza de la ciudad. El agricultor elaboraba su vino en una labor paciente y sabia, aprovechando las buenas condiciones de las cuevas para su buena crianza: temperatura constante en torno a los 14 grados, poca luz y las condiciones ideales de las tinajas, primero de barro y después de cemento, para la fermentación del mosto. Con estas condiciones de conservación, el viticultor podía vender su vino con un amplio margen de tiempo.
El experto en cuevas que nos acompaña en los reportajes, José María Díaz, echaba de menos las visitas y en nuestro reencuentro con las cuevas se mostraba radiante de felicidad. Nos llevó a la cueva de la familia Marquina en la calle Independencia. Rosa Marquina y Marisol Marquina, que nos reciben amablemente, nos explican que su abuela Benita López Yáñez le compró la casa a Fermín Zancada, el abuelo de Blas Camacho Zancada. El siguiente eslabón serían Félix Marquina, el siempre recordado propietario del Bar Penalti y Matilde Ciges López.
Antes de acceder a la cueva nos detenemos en un patio empedredado que guarda el encanto de los auténticos patios manchegos adornado con algunos elementos tradicionales como las cribas de paja y cribas de granzones o un curioso jarro para decantar el vino. La escalera, en su primer tramo, tiene los peldaños revestidos con una baldosa que quitaron de otro lugar y decidieron aprovecharla. En el sótano o fresquera ya notamos la agradable temperatura y podemos observar los restos de la escalera original de la cueva que, según estima José María, pudo construirse en torno al 1850, por tanto estamos en una cueva que puede tener alrededor de 170 años, de las primeras cincuenta que se hicieron en la ciudad.
Que la cueva es antigua se deduce de muchos de los elementos que vemos: la canaleta por donde el mosto iba llegando a las tinajas que, además son de barro, y de un tamaño más pequeño, con capacidad para 140 o 150 arrobas, que fueron las primeras que se trajeron. El desgarre de la lumbrera, a diferencia de otras, es recto, circunstancia que José María atribuye al miedo que los primeros constructores tenían a un posible hundimiento “de ahí que se inclinaran por hacer un desgarre menos extendido”.
El siguiente tramo de la escalera, el que nos lleva a la cueva, es más ancho y los peldaños están de tierra. Desde abajo observamos una de las lumbreras con la tarjea de teja por la que bajaba el mosto en dirección a la canaleta. La propietaria nos cuenta que la fuerte lluvia que cayó semanas atrás hizo algunos estragos en la cueva: el agua entró y subió casi medio metro y provocó que dos de las tinajas cayeran al suelo. El terreno de la base de reblandeció y las dos tinajas cedieron. José María intenta y consigue mover una de ellas, con esa habilidad que todavía conserva quien trabajó toda su vida de tinajero. “Con tres personas no hay ningún problema para volver a poner estas tinajas en pie”. Todavía se percibe el fuerte olor a humedad.
Un tabique que encontramos a la derecha divide la cueva que, al principio fue de un solo propietario, y luego de varios. La cueva contiene también varios pozos y si nos fijamos bien vemos las covanchas que servían de agarradero a los sacrificados poceros que las construían. Al final José María nos ofrece otro dato importante: esta era una de las zonas de Tomelloso donde más tosca había.
La visita toca a su fin y 16 meses después de la anterior nos hemos encontrado visitando una cueva con tanta tradición y encanto. La Voz de Tomelloso les ha mostrado ya unas setenta y todavía nos quedan algunas por explorar. Se las ofreceremos gracias a la hospitalidad de los tomelloseros que nos abren de par en par las puertas de sus casas y al interés de José María por seguir promocionando unas cuevas que tanto significado tienen para él.
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