Opinión

De mi memoria adolescente VII. En el Colegio Santo Tomás de Aquino

Juan José Sánchez Ondal | Jueves, 29 de Julio del 2021
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Hace unos días Ramón Serrano, me escribía que Santiago González Laguna, cuyo nombre me suena, pero no consigo ubicar en la foto, les había invitado a unos cuantos amigos, con motivo de su santo,  a un extenso aperitivo en el que “se ha hablado mucho y muy bien de tus escritos.” Lo agradezco públicamente pues mi mayor satisfacción no es otra que entretener y que lo que escribo, guste. Y, a seguido, me sugería Ramón que, como entre ellos figuraban varios condiscípulos del colegio Santo Tomás de Aquino, hiciera un artículo sobre él y su alumnado.

Como los deseos de Ramón son órdenes para mí, me he puesto a hilvanar estos descabalados recuerdos, comenzando por el de mi llegada a Tomelloso y el conocimiento de los primeros amigos y compañeros, entre los que se encuentran él y Eliseo Rascón, para referirme a continuación al colegio que conocí y en el que permanecí cuatro decisivos años.

A Tomelloso llegué, desde Madrid, de noche. En tren. Había que ir hasta Cinco Casas; allí trasbordar al trenillo que, tras pasar y parar por y en Argamasilla de Alba, moría en Tomelloso. Según la información oficial partía de Cinco Casas a las 23:10 con llegada a Tomelloso a las 23:55. Llegué con mi padre que había ido a recogerme a La Adrada, donde, en casa de mi abuela, le esperaba desde de terminé el tercer curso de bachillerato, interno en el colegio del Carmen de  Arenas de San Pedro.

Cuando se tienen trece años, después de haber pasado cuatro interno en un colegio como aquél, la curiosidad por descubrir lo más posible de una nueva casa, de una nueva ciudad y de una región tan diferente a la del Valle del Tiétar,  era enorme. Pero  a aquellas horas apenas lucían unas mortecinas farolas de escaso  voltaje con exceso de polvo. La primera curiosidad la satisfice al  reconocer los muebles de Arévalo que, más años que yo, habían  permanecido internados, ellos, en un oscuro  guardamuebles. 

La casa estaba, y sigue estando, en la Plaza del Carmen, Nº 7. No sé quien la habitará actualmente; si alguna vez me acerco por allí, me gustaría visitarla. Una vivienda protegida, construida por el Ayuntamiento, en unos soportales que cogen toda aquella banda de la plaza. Las de la parte izquierda también con soportales. El resto de las viviendas que cerraban la plaza, enfrente, y las de las calles laterales, eran como chalés adosados con un  jardincito delante, con valla de empalizada. En sendos vivían Ramón, a la izquierda y Eliseo, en frente.  La plaza, de tierra, con bancos de piedra y con alevines de árboles, hoy talados, la cerraba, por la derecha,  la pared de otro edificio  en la cual, en una hornacina, había una imagen de la Virgen del Carmen que daba nombre a la barriada y a la plaza. Sin duda la denominación y la imagen eran debidas a los frailes carmelitas calzados que tenían el Colegio de Santo Tomás de Aquino. Las casas de los soportales estaban pensadas para viviendas con comercio.  De ahí que tuvieran dos puertas; una  para la vivienda y la otra para el pequeño comercio. La habitación destinada al comercio, en la nuestra, lo  ocupaba el despacho de mi padre.

Recorrí, encendiendo y apagando luces, las habitaciones de las dos plantas de la casa. Todavía me quedaba por conocer tanto que debí dormir con impaciencia (“deprisa y con los dos ojos” como me recomendaba mi padre, bromeando) y deseando levantarme para ver  el pueblo, la plaza, el colegio en el que iba a estudiar y conocer a los amigos que ya me tenían buscados.

Al día siguiente, una mañana de julio, la primera impresión que me causó el campo tomellosero fue sobrecogedora. Hasta entonces sólo había conocido paisajes montañosos y verdes, húmedos de llovizna, de bruma, de mar, de ríos y gargantas: los de Santander, los de La Adrada y de Arenas de San Pedro, en el Valle del Tiétar. Aquél, en cambio, era un paisaje seco, ocre, plano como la palma de la  mano hasta donde alcanzaba la vista, como un mar calmo de tierra labrantía, de mies dorada  y de barbecho y viña. Y un cielo azul, inmaculado, enorme. Sin duda, aquella impresión caló tan hondo en mí que, algún año después, la plasmé en el soneto a la “Llanura de la Mancha” que me publicaron  en el periódico Luz, Tomelloso,  año, 1, nº 11, de 15 de mayo de 1959, cuyos tercetos concluían: 

Nostalgia de frondosas arboledas,

De batir de hojas verdes por el viento,

De arroyos dulces y riberas ledas.

Converges con el cielo en el momento

 En que la vista encuentra sus barreras

 Y divides en dos el firmamento.

Ese campo llano, seco,  de “tierra que has de llorar deslagrimada”, que, sin embargo, de tiempo en tiempo, según decían,  sufría las inundaciones del río Guadiana, de “la riá”, no ofrecía a la vista  ningún árbol más alto que las vides. Si acaso, alguna típica construcción, algún  bombo hecho sólo con  piedras pequeñas, sin argamasa ni mezcla alguna, -rematado por esa mágica  cúpula que me maravillaba cómo podía sostenerse,- ofrecía su semiesférica silueta. Raramente, perdida en la lejanía, como un oasis, alguna casa de campo, alguna quintería, de la que sobresalía algún árbol regado por el agua  de alguna  noria movida por algún pollino.

García Pavón, en su Historia de Tomelloso, escribe; (p. 3), “tierra es la nuestra de ingrata corteza, de poco suelo y dura tosca, poco más abajo de donde llega la reja del arado. Tomelloso…nació en el lugar más difícil, entre los climas más extremos, sobre la tierra más ingrata.” La tosca, esa capa de roca caliza de unos veinticinco o treinta centímetros de grosor, bajo la cual se encuentran estratos de arena. De ahí, la facilidad de excavar las cuevas que minan casi todo el pueblo.

A pesar de lo extremo de su clima, de la ingratitud de su tierra y de la dificultad de su ubicación, o, tal vez, por todo ello, el tomellosero, a base de trabajo, esfuerzo, constancia, sacrificio y confianza, hizo de Tomelloso, de aquella aldea de Socuéllamos, la ciudad prospera que encontré y que sigue siendo.

Tomelloso, entonces, tenía unos 30.000 habitantes. Era uno de los pueblos, junto con Almadén, Almagro y Valdepeñas más grandes de la provincia.

El Colegio al que había de incorporarme para cursar el cuarto curso de bachillerato, estaba bajo la advocación de Santo Tomás de Aquino, que entonces se celebraba el siete de marzo, regido por frailes carmelitas calzados, pero del que la mayor parte del profesorado era seglar y, dentro de lo que en aquellos tiempos se estilaba, de gran calidad,  preparación y prestigio.

Según informaciones actuales “En 1941 se crea el Colegio Santo Tomás de Aquino tras varios intentos anteriores por dotar a Tomelloso de un centro de segunda enseñanza…comenzó regido por un patronato, en 1943 se hacen cargo de su dirección los padres Carmelitas que tienen que dejar Tomelloso en 1989”.

Como curiosidad permítaseme, como inciso, dar cuenta de un antecedente de colegio en Tomelloso con el mismo nombre. El que fuera párroco de Tomelloso don Vicente Borrel Dolz que ejerció, al menos, desde 1911, en 1915, fundó, como director, un colegio de primera y segunda enseñanza con el nombre de “Santo Tomás de Aquino”, según anuncio inserto en  “El pueblo manchego”, 1915, octubre 2, p. 3, del que hablaremos en otro lugar.

Al que yo asistí todo el profesorado seglar era de licenciados universitarios. En su cuadro figuraron: D. Francisco Pérez Fernández, del que sólo el primer  curso tuve la suerte de recibir sus enseñanzas de Geografía e Historia, pues al año siguiente le nombraron director del Instituto Laboral de Daimiel, creo recordar. Aficionado a los deportes y gran cronista con el pseudónimo de Paco Pérez, Penalti;  después sustituido por la madrileña Dª Paquita Vivancos.  Asistí a una cena homenaje a D. Francisco de sus antiguos alumnos, en el restaurante “El Rocinante”. Tomelloso, 10 de junio de 1978.  D. Francisco García Pavón, doctor en Letras, del que guardo los mejores recuerdos y que no necesita de presentación alguna en su pueblo ni en España entera, nos transfundía Lengua y Literarura, en vena, y, como podía, trataba, con escasa fortuna, de hacerlo con el  Inglés y el francés; D. Carlos Sánchez, licenciado en clásicas, impartía con rigor y sapiencia Latín y Filosofía; D. José Gordillo Carvajal, químico y farmacéutico, nos desvelaba las leyes de la Física y la formulación Química en 4º y 5º, sustituido, en el siguiente curso, por D. José Joaquín de Troya y  D. Antonio Huertas García Molero, militar y licenciado en Exactas, fugaz alcalde de Tomelloso, nos aclaraba  el álgebra y la trigonometría  y el resto de las Matemáticas.

Los frailes sólo nos daban Religión y,  algunos años,  el Padre Pedro, Benítez García, prior y director, hombre de gran cultura, gran orador sagrado, se reservaba alguna asignatura. A nosotros nos dio Fisiología e Higiene.  Y el padre Ricardo nos enseñó el alfabeto griego, el ho, he, to, las declinaciones y las conjugaciones helenas. Los demás frailes estaban dedicados a la enseñanza de los párvulos y la preparación del ingreso. El polémico Fray Javier, de triste o gozosa recordación, según como le hubiera ido con él al recordante; el orondo y beatífico fray Avertano Luna, y el que llamábamos el padre Pitillo, cuyo nombre se me ha borrado. También, el 19 de diciembre de 1981, se homenajeó a fray Avertano con motivo de las bodas de oro de su profesión religiosa, con un acto litúrgico y una cena en el restaurante Cruz de Tomelloso.

Aquel mi primer año y cuarto curso, me costó trabajo sacarlo a flote por la deficiencia que, salvo en Matemáticas, traía de Arenas. Particularmente padecí el latín que conseguí, con enorme esfuerzo, aprobar por compensación y, con la ayuda de clases particulares con un maestro, ex seminarista, del barrio, logré un raspado aprobado en 5º. Eso me hizo salir huyendo de él y, en 6º, que habíamos de elegir entre ciencias y letras, me fui a ciencias y en el Instituto de Ciudad Real, en junio, me bachilleré enesa especialidad. Iba a  haber estudiado medicina, pero mi padre me catequizó para su profesión jurídica y abjuré de la religión de Hipócrates y Galeno para profesar en la de Ulpiano, Gayo y Papiniano.  Tuve que hacer entonces el Preuniversitario de Letras, y hube de volver al latín que superé gracias a unas clases particulares con D. Carlos Sánchez, en las que aprendí más que en los cinco desperdiciados años anteriores.

Las clases en el colegio las combinábamos con horas de estudio en el salón, bajo la estricta vigilancia de un fraile. Los estudios de la última hora de la tarde eran tediosos, y en ellos acaecían los mayores conflictos con el vigilante, la lectura subrepticia de novelas, las bromas a los compañeros y los frecuentes castigos. 

Antes de comenzar, por las mañanas, cantábamos en el patio el himno nacional con la letra de Pemán, que no llegué a aprenderme.

El colegio tenía, también, su himno y su bandera de la que, en alguna ocasión, fui portador, junto con Ignacio y Rafael. El himno que cantábamos en ocasiones especiales cuya letra, al parecer original de uno de los frailes, el  padre Bernardo, que fue  rector antes que el padre Pedro y tenía vena poética, recientemente nos la ha recitado Eliseo Rascón Escalada, cuya memoria es prodigiosa, y reproduzco aquí para recuerdo de cuantos alumnos, alguna vez, lo entonamos. Dice así:

Al conjuro del grito que lanza

El colegio invocando a la ciencia,

¡Estudiantes, en él acampad!

De ella somos ufana esperanza,

De la patria vital florescencia,

De la fe un magnífico haz.

Las guirnaldas que tejen sus aulas

Adornadas de luz y de gloria,

Ellas son, reflejando victoria,

Con que suele la ciencia premiar.

Pues la patria y  la fe nos demandan,

¡Juventud, levadura del mundo,

Empuñad su cayado fecundo

Para el mundo poder conquistar!

 

Mi adaptación al alto nivel de estudios de aquel colegio fue progresiva; de los aprobados en 4º, y los notables en 5º, a los sobresalientes en 6º. Ahora dirían que progresé adecuadamente.

Los alumnos por curso, entonces, éramos pocos y los profesores nos conocían, y aparte de los ejercicios y las frecuentes preguntas en clase, con apunte de la nota obtenida, y de los exámenes, tenían perfecto conocimiento de nuestras capacidades y dedicación. Si contemplamos la fotografía que  encabeza este escrito, me ha parecido contar unos sesenta y tantos alumnos y aunque faltara alguno, nos saldría un promedio de no más de diez por clase.

 

En mi curso fuimos nueve, diez si un año contamos a Jesús Martínez Murugarren, que marchó al trasladarse su hermano el sacerdote. Como decía el himno del colegio, empuñamos el cayado fecundo, si no para conquistar el mundo, sí, al menos, para labrarnos un futuro  digno en él. El colegio fue un semillero del que salieron multitud de grandes y diversos profesionales. Por lo que a mi curso se refiere, salimos: una catedrática (Ana Victoria Velasco, que se incorporó en preuniversitario); dos ingenieros superiores (Ignacio Carretero Rosado y Rafael Negrillo Martínez); un perito y brillante empresario (Eliseo Rascón Escalada), un bancario (Miguel Bolós Jiménez), otro gran gestor de empresa (Antonio Jiménez Condés); un practicante (Victor Bolós Jiménez); un técnico de la electricidad, la electrónica y mago del sonido (Luis Sánchez Magro) y dos abogados y funcionarios (Jesús Castaño Izarra y el que esto escribe).

He citado a Jesús Castaño, que estaba interno y  me vienen al recuerdo otros que con él compartían la plenitud colegial, de los que perdí la pista, como son el espigado Simal, Maturras, (Ángel Castro) o el argamasillero Julián Mateos.

Sé que voy a ser injusto, sin querer serlo, al omitir a multitud de compañeros anteriores y posteriores a mi curso que destacaron en las más diversas profesiones, pero tal vez, por el trato posterior a mi partida de Tomelloso o por haber tenido noticia de ellos,  no debería omitir a algunos de los que supe de sus andanzas por la vida como es el  caso de los doctores Evaristo Quevedo Morales,  Mariano Herraiz y Jesús de la Santa; del físico y  topógrafo Víctor Serrano Sánchez, de Blas Camacho Zancada, del inefable Ramón Serrano García, gestor, escritor, poeta y perejil de tantas salsas,  uno de mis primeros conocidos y con el que conservo amistad imperecedera; del profesor y matemático Francisco Granero, que en un reciente libro nos ha puesto  al alcance la teoría de la relatividad y el cosmos; del ingeniero y profesor Felipe Jiménez;  de los hermanos menores de Rafael Negrillo, Emiliano y Tinete, éste que nos divierte en este periódico con sus jugosos recuerdos y la narración de sus viajes; de Anastasio Sánchez Magro, hermano de Luis e íntimo de mi hermano, de los Belda, Menchén, Burillo, Patón, Perales, Piqueras… y permitid que cierre la relación con el recuerdo, emocionado y diario, a otro malogrado Letrado, a mi hermano Luis, que nos dejó con cuarenta y dos años. Pido perdón a todos los omitidos que serán cientos, a los que mi memoria olvidó  o a aquellos de los que, simplemente, no tuve noticia.

Y sirvan estas pobres palabras mías de homenaje especial a cuantos nos dejaron, profesores y alumnos, como recuerdo cariñoso ya que, como escribiera Félix Grande, “Sólo quedan después tiernos vacíos/ voces de adiós, palabras de campana.”

Podría llenar el periódico de anécdotas del colegio, de sus alumnos y de sus profesores, pero valga esto por hoy.

Madrid, 28 de  julio de 2021.

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