Reproducimos íntegramente el discurso de la Mantenedora de la LXX Fiesta de las Artes y las Letras, Elvira Sastre.
Tomelloso,
bueno es siempre el día si me acoges. Hueles
a paisaje de interior, a llanura de color añejo,
a todas esas cosas que se encuentran sin necesidad de buscarlas. Suenas
a esfuerzo recompensado, a sueño cumplido,
a árbol bajo el que una puede
siempre cobijarse del sol.
Vengo
de la otra Castilla y conozco bien el abrazo de la tierra seca. No todos comprenden la bondad del interior, pero
aquellos que la hemos habitado sabemos qué significa la raíz que brota a pesar de la falta
de agua o del frío más duro. Esta tierra,
estos pueblos casi hermanos, son para mí mi infancia, mi calma, mi casa. Es por ello por lo que
celebro con un orgullo casi propio el hecho de que la cultura llegue
a estos parajes, a mis vecinos, a todos aquellos
que no quieren irse.
Yo tuve que marcharme a Madrid porque
leí toda la poesía que me daba mi ciudad
y seguía teniendo sed. Eché en falta espacios como este, poetas como los
vuestros, lectores como vosotros. Eché en falta facilidades para descubrirlos, poder llegar a sitios a los que yo sola no lograba llegar.
Recuerdo tardes largas en la biblioteca usando a escondidas el carné de mi padre porque ya me había leído todos
los libros de la sección infantil y
no podía acceder a la planta de arriba. Recuerdo, también, el reproche de una profesora
que me recriminaba por leer libros que no eran para mi edad. A eso me refiero.
¿Para
qué las puertas cerradas? ¿Para qué las butacas desocupadas? ¿Para qué los
oídos tapados, los ojos cerrados,
las manos vacías?
¿Por qué les colgamos etiquetas
a los libros?
¿Por qué los convertimos en algo obligatorio o exclusivamente recomendado? ¿Por
qué también en esto queremos
gobernar? Para mí un libro siempre ha sido un símbolo de la libertad
más absoluta.
Fui una niña diferente, pero nunca
me sentí especial.
Leía porque veía a mis padres disfrutar haciéndolo. Cuando llegaba la
hora de apagar la luz, me metía bajo las sábanas con una linterna y, empapada en sudor, acababa mi libro.
Cuando tenía un examen, colocaba el
libro encima del de texto y aprovechaba paseos lentos hasta la cocina para terminar
un capítulo que nunca era el último. Cuando tocaba baño, me encerraba durante
dos horas con un libro y no salía hasta que los dedos de los pies se
arrugaban como una sábana por la mañana.
Cuando debuté con la diabetes
y tenía que ir de tanto en tanto a un hospital de Madrid en un tren que paraba en todos los pueblos existentes, no me importaba porque era mi rato de lectura
y el viaje, en vez de asustarme, se convertía en una aventura.
Cuando merendaba con mi prima en casa, sabía que mi rato de lectura
estaba por encima del juego. Y no
pasa nada. Lo entendían. En esa época todo era sencillo. Es parte de la magia de la infancia: una no se cuestiona
nada, aunque el resto lo haga. Ahora echo de
menos esos ratos en los que no existían preocupaciones. Leer sin otra
cosa en la cabeza. Eso es para mí la infancia.
La
primera vez que escribí algo, sentí que no era lo mío. Me gustaba tanto leer que no lograba encontrar el mismo placer
en la escritura. «Para qué», pensaba, «si ya
tengo lo que necesito». Siempre he tenido cierta tendencia al
conformismo, pero me equivocaba: la escritura me ha enseñado
que todo aquello
que no me creo capaz de hacer o merecer
no existe. Como estar hoy aquí, por ejemplo, llevando un título tan importante como el de Mantenedora, que tan grandes nombres ha recibido. El
caso es que no sentí nunca una necesidad extrema
de escribir, pero entonces me enamoré por primera vez con doce o trece años y mientras trataba de
entender qué era lo que me estaba pasando descubrí
la poesía en el libro de Lengua. En concreto, un poema de Bécquer: ¿Qué es poesía?
/ dices, mientras clavas en mi pupila / tu pupila azul. / ¿Qué es poesía? / ¿Y
tú me lo preguntas? / Poesía eres tú. Y entonces algo se iluminó
en mis manos, en mi mente, en mi cuerpo,
hasta en mis dedos de los pies. Una luz que llevaba
apagada mucho tiempo,
esperando paciente su turno, empezó a alumbrar partes de mí que creía a
oscuras, partes que no lograba
descifrar ni entender. Así entró la poesía en mi vida: iluminándolo todo. Comencé
a comprender entonces
qué era lo que estaba
sintiendo, y así llegaron los poetas a explicarme lo que me estaba pasando. Bécquer, Juan Ramón Jiménez, Machado, Cernuda,
Gloria Fuertes, Rosalía
de Castro. Ellos fueron los primeros. Después
guardaría el libro de texto
y saldría audaz en búsqueda de otros. Así llegaría a mi vida Benjamín Prado, mi poeta. En sus poemas encontré la palabra
exacta, un espejo.
Fue como si alguien viniera
y me dijera, mirándome a los ojos:
«Estoy aquí. Entiendo
lo que sientes. No estás
sola». Y ya nunca más lo estaría.
Llegaron Salinas, Ángel González, Karmelo
C. Iribarren, Marwán. Llegaron Raquel Lanseros, Idea Vilariño,
Luis García Montero. Llegaron
Benedetti y Neruda. Y aquel amor imposible se convirtió, en un golpe de luz, en poesía que lo
haría posible todo.
Después
de leer a Benjamín Prado, uno de vuestros Mantenedores y siempre mi poeta, sentí algo distinto. Al leerle a él y verme a mí en sus versos, por un instante me sentí
capaz de hacer lo mismo,
de usar sus palabras para escribir yo mi propia
historia, de convertir su amor en el mío y utilizar
sus mismas comas en poemas escritos por mis manos.
Benjamín es un poeta de lectores, un poeta próximo a quien le lee, un poeta de escenario y librería, un poeta de palabra
directa y metáfora cercana. Y esa es la poesía
que a mí me gusta: la poesía que no se queda en las estanterías llenas
de polvo, que no está solo al alcance
de unos pocos, que no requiere de un conocimiento extremo para comprenderla. La poesía que no es jeroglífico sino respuesta.
Hubo
un tiempo en el que la poesía estuvo relegada a los departamentos de las universidades. Pero también hubo un tiempo
en el que la poesía ocupaba los pueblos, llenaba
las plazas, paseaba de voz en voz y formaba parte de los cantos de los
juglares. Hubo un tiempo en el que
los poetas eran filósofos y los poemas llenaban periódicos y los libros de poesía no ocupaban los estantes
más recónditos de las librerías, sino los más importantes
y destacados, y los más formados devoraban sin descanso versos y versos. Hubo un tiempo en el que el poeta no era
poeta si no había un señor que lo señalara y
eligiera y las poetas eran relegadas a meros seudónimos masculinos. Hubo
un tiempo en el que no eras tú
el que elegías al poema: era el poema
el que entraba en tu vida como un rayo de luz, impertérrito a las oscuridades. Eso fue siempre
en mi vida. Y eso sigue siendo
a día de hoy.
Ahora,
poco a poco, la poesía vuelve a desplegar sus alas después de un largo tiempo escondida, y llega a sitios en los
que nunca estuvo: una pared en un pueblo de León,
una camiseta de color pastel, un anuncio de cerveza, un tatuaje en las
costillas. La poesía vuelve a llenar
teatros, estadios deportivos, terrazas modernas, bares de cola en los baños.
La poesía aparece de pronto en la pantalla de un teléfono de un adolescente que no la busca, pero detiene sus ojos, ya
siempre fijos, sobre ella. Regresa a las manos de una anciana que ha olvidado
todo menos los poemas de su juventud. Construye un refugio
a una mujer maltratada al otro lado del mundo.
Forma parte de la enseñanza de un profesor
que, esta vez sí, escucha
a sus alumnos y les da lo que piden. Pone palabra
a lo que siente un hombre que se divorcia y cambia de
vida. Le explica a la soledad que el amor es otra cosa y el olvido su remedio. Forma parte de los programas educativos de maestros
que se atreven a salirse de los márgenes. Sirve de declaración de amor
y petición de mano y también sirve de
despedida y consuelo. Se escucha en proclamas feministas en las manifestaciones más importantes y significativas. Vuelve a ser reescrita por los jóvenes a
los que nunca
nadie debió arrebatársela. Encabeza talleres que colgarán el cartel de aforo completo.
Es protagonista de veladas tan inolvidables como la de esta noche.
Y
todo esto, entre otras cosas, es gracias a pequeños rayos de luz que, como el poema de Bécquer, creen en la palabra y lo
iluminan todo, como este pueblo, este lugar encontrado
entre unas coordenadas del interior de la península, este espacio de suelo de piedra y fachada blanca donde la cultura
no solo sobrevive, sino que supervive, ajena al camino que otros quieren marcarle. Aquí, en Tomelloso, este pueblo manchego, la cultura nunca fue algo obligado: ha formado parte de la educación de generaciones y generaciones
como una mano que acompaña en el camino. No es casualidad que esta tierra sea cuna de artistas de toda
índole: un pueblo culto es un pueblo libre. Y eso es lo que sois: un pueblo libre y sabio que abraza el conocimiento y
lo expande, como una sábana blanca, sobre el campo que habita
para que el sueño
sea dulce.
Vivimos
una época en la que la cultura forma parte del relleno de los discursos, en la que los escritores y demás artistas
han de buscar sustento en otros trabajos y en la que quien manda
borra uno a uno los nombres de los autores
más importantes de los libros
de texto. Hace un tiempo, en un viaje a Argentina, una amiga me contó
que allí en los institutos estudiaban, aparte de literatura hispánica, literatura japonesa. Con vergüenza en los
ojos tuve que contarle que aquí acababan de eliminar de los temarios a los
últimos autores latinoamericanos que estudiábamos, por no mencionar
el hecho de que la presencia
de mujeres es prácticamente inexistente. Poco existe aquí más allá de los márgenes de lo clásico y lo masculino. Yo
misma he sufrido esta discriminación en numerosos actos artísticos e institucionales: miradas de desprecio, barbillas
que se inclinan para preguntarme con los ojos qué hago yo ahí, una necesidad
diaria de tener que demostrarle al mundo que merezco estar
donde estoy por el simple hecho de ser mujer y
de ser joven. Pero ¿saben qué?, nada de eso importa cuando una llega a
lugares como este, donde el cariño es
como la ola del mar un día de verano.
Vosotros fuisteis
uno de los primeros lugares
en acogerme, hace ya muchos
años, y os llevo en mi
memoria con ternura, honor y agradecimiento. Yo era una chica que empezaba
a compartir sus poemas con el mundo,
con timidez y sin pretensión, y vosotros me recibisteis como si llevarais
toda la vida esperándome, con generosidad y respeto. Fue en Tomelloso
donde recibí el silencio interrumpido solo por un aplauso sincero.
Fue Tomelloso uno de los lugares que me dio la fuerza y confianza
necesaria para seguir haciéndolo. Fue Tomelloso uno de los hogares que me convirtió
en la mujer que soy hoy. Las primeras oportunidades no son solo
eso: son impulsos, como la mano de un padre o
una madre en la espalda del hijo que empieza a caminar. Que nadie se
confunda: el escritor no necesita el aplauso, su alimento es la comprensión del otro. Y este lugar
es un bálsamo para mí, un estímulo para hacer las cosas bien,
aliento para los días en los que otros
me roban el aire.
He
tenido el gusto de pisar vuestra tierra para compartir mi poesía y de aquello recuerdo el respeto, las ganas, el cariño.
Por aquel entonces yo empezaba y quiero disculparme
por los nervios, la mano que temblaba y las palabras en las que pude equivocarme. A pesar de ello, volvéis
a llamarme hoy, después de una de las épocas
más tristes de este siglo, una pandemia
que llegó para encerrarnos y alejarnos, para enfermarnos
y enfrentarnos, para rematar la cultura que, como ser libre y vivo, empieza poco a poco a remontar el vuelo.
Por eso es tan importante, tan verdaderamente importante, la labor que aquí hacéis
entre todos y todas, desde las instituciones hasta los vecinos
que acompañan sus propuestas.
Es emocionante que un pueblo pequeño de espacio y grande de alma como este invierta tiempo, dinero y toneladas
de ilusión en preservar la literatura y la cultura, en hacerla fácil y elegible para todos los públicos. Es de
espíritu valiente dedicarle jornadas al arte en estos tiempos
en los que algunos se empeñan en alejarnos de él porque
saben que es lo que nos arma y nos hace capaces como seres humanos.
Siento mucho orgullo por haber sido
la Mantenedora elegida este año, recogiendo el testigo de los nombres más importantes de mi librería, un
título que llevaré en la solapa toda la vida.
Pienso en todas las mujeres
que hicieron posible
con su trabajo y, por desgracia, anonimato, que yo esté aquí hoy y solo pienso en colocar sus nombres delante
del mío en cada logro conseguido,
porque por ellas soy, por ellas somos.
Quiero
aprovechar este momento de mi discurso para hacer lo que otros hicieron en su momento conmigo: usar mi altavoz
para compartir poemas de otros poetas. He tenido
el gusto de empaparme de la poesía de distintos poetas de Tomelloso y no quiero perder
la oportunidad, aquí desde el escenario, de compartir algunos
de mis fragmentos y poemas favoritos con vosotros y
vosotras:
Gabriel Nan, Un minuto
He destruido todos los documentos que mostraban que te quería,
/ todo el vino de las
palabras. / En un minuto de libertad, / he bloqueado todas las ventanas que daban al mar. / Nos queda la máquina automática del pasillo, / y sobre la telaraña
entre las espinas, / un cementerio de cuentos sin cruces. / El rocío se olvidó
de su arcoíris. / Las velas de la media noche, han encendido en
nosotros palabras de piedra. / En un minuto hemos
destruido el tratado
de paz entre dos pueblos.
/ Nos quedan los pozos de agua y una fosa común, / una lámpara
fundida sobre los papeles de una
aduana. / Entre las estrellas, sobre la tela de araña, / el universo olvidó
su llave. / Ahora entiendo
por qué llorabas cada mañana
mirando el mar.
Félix Grande, fragmento de El desterrado del Espasa
Vengo a pedirle a usted la mano de su hija. / Permítame
que me presente: Tengo / setenta
y tres años cumplidos. Mi padre / defendió a tiros la República. / Tras la derrota tuvo suerte: no le dieron
garrote vil. De los
ocho hijos que engendró / en el vientre
de nuestra madre / vivimos
cinco, todos varones.
Todos cinco / queremos
mucho, don Lorenzo, a Paquita, la hija de usted. / Y yo además la necesito:
para durar, / para iluminar mi escalera,
/ para morir sin odio.
Eladio Cabañero, Esta tarde de lluvia
De niño le decían, bien se acuerda / –cuando su infancia estaba más oscura–:
/ «Ya saldrá el sol», como dando por cierto / que el sol siempre fue
hermoso. Y referían / que hubo una vez un
hombre que amó a alguien
/ y que se retiró
a vivir al campo, / a
alguna casa de labor, en
donde / fue de nuevo feliz y amó apartado / con su familia,
el sol y su conducta.
/ Esta tarde aquel niño quiere irse, / escapar
de la lluvia en las ventanas / de cristal arrecido, hacia un recuerdo. /
Dejar Madrid, salir de quintería, /
existir más sencillamente, hallarse / lejos de tanta gente forastera. / Irse hacia
un horizonte abierto
en Iris, / muy lejos
de esta lluvia
tan amarga; / vivir donde está el sol humildemente / compartiendo la mesa de los pobres. / «Vivir allá –se dice– como
aquellos / hombres, parientes, rostros ya apagados,
/ vidas oídas, gentes que vivieron / rodeados de sol y de romances; / campesinos hablando en buen Quijote, / de
corral a corral, acompañados / de novias
que aman mucho y no lo
saben...». / Irse quiere hoy con
ellos. (Qué difícil / la paz
desconocida.). Quiere irse / de Madrid y su presente
doloroso, / allí, a su mancha; escapar del mundo, / ser
invisible, oral, tomar acaso / el camino final
del amor puro.
Guadalupe Grande, la gran
homenajeada de este año, fragmento de Para
un poema borrado
El amor es eterno mientras dura,
pero la muerte no interrumpe nada. Entre la duración
necesaria e inexistente y la continuidad de lo vivo, tal vez las palabras, la huella
de las palabras. El bisabuelo tenía el pecho tan grande como el
desierto. Mi padre recuerda la llanura de castilla, yo veo un inabarcable horizonte
de dunas donde
cabían todas las esperanzas de los que esperan y desesperan.
El bisabuelo se afanaba en
abrillantar vientres de tinajas como si le abrillantara el estómago a la ballena
que se tragó a Jonás. Necesaria esperanza
imposible de los desheredados: consolar al dragón,
dejar las migas en el camino para los antepasados,
adecentar las mazmorras del porvenir, convertir el azufre en miel; al fin, atravesar el estómago del desierto
con una semilla de uva, un dedal de aceite,
una monda de naranja en primavera y la brújula imantada por la tinta invisible
con que se escribe
este poema borrado.
Antes
de irme, quiero volver a agradeceros, tal y como seguiré haciendo toda mi vida, que hayáis
seguido esperándome con el
mismo amor, con el mismo cariño,
hasta el día de hoy, en el que me nombráis
con el hermoso título de Mantenedora, y que con tanto
orgullo recibo. Quizá no lo sepas, Tomelloso, pero eres tú el lugar que
nos mantiene a todos los que sabemos
que existe la poesía y que existirá siempre mientras alguien la espere. Gracias por ello. Gracias por
siempre. Deseo volver a encontrarnos pronto.
Mientras tanto, miraré con orgullo mi solapa con vuestros colores,
siempre cerca del corazón.
Muchas gracias.
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Martes, 12 de Julio del 2022
Domingo, 5 de Septiembre del 2021
Lunes, 5 de Mayo del 2025
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