Dice la Ministra –de Igualdad-, Dña. Irene Montero, que las empresas deben
de perseguir los “comentarios y las
miradas impúdicas”.
Lo entrecomillo porque, últimamente, anda la parroquia muy susceptible y
sensible, y pareciera que existe algún tipo de interés –político- por quien
esto escribe… y no, créanme, que no.
Aunque debiera de resultar innecesario, vamos a sentar una irrenunciable
premisa de partida.
Nada justifica un comportamiento inadecuado por parte de una persona
respecto de otra.
Fin.
Ahí cabe todo.
Un principio universal, de gente libre, que aboga por el respeto. Una única
bandera, sin necesidad de cargarla a la derecha, a la izquierda, al centro, o a
los extremos.
Hecha esa advertencia, no deja de resultar curioso que, desde las prietas
filas de este multiforme Gobierno, se predique -a bombo y platillo- la
persecución de una conducta que, mal que nos pese, requiere de un análisis
subjetivo de enorme carga.
Si una se pone en plan chistoso, ya se imagina, en cada centro de trabajo,
a un árbitro –o árbitra, o “árbitre”,
ya saben- de la corrección y la impudicia.
Presto al análisis de cualquier mirada, ya sea ésta de soslayo, de aprecio,
de amistad, de empatía, de cariño, de desafío, de contrariedad, de pena, de
lástima, de tristeza, de pésame… para calibrar si el milimétrico movimiento de
niña, la velocidad del parpadeo, la eventual caída de pestañas puede
considerarse como infracción de la norma.
Y, quizá, arriba, en una sala escondida en algún recóndito despacho, un
trío de colegiados especialistas –aplíquense los sufijos correspondientes- para
visionar la mirada en reiteradas repeticiones a cámara lenta.
Como en el VAR ese del fútbol, pero de conductas impúdicas. Y con mucho “replay”, tirando líneas de expresión de
diferentes colores y utilizando los medios tecnológicos más avanzados. Ojos de
halcón, drones o cualquier elemento que permite una más adecuada valoración del
momento.
Ello, por supuesto, todos instruidos en ese lenguaje inclusivo repleto de
masculinos, femeninos y neutros y en ese otro diccionario de laboratorio,
creado para marear perdices y evitar los verdaderos significados dados por la
vida a determinadas palabras que comulgan con la dureza -muerte, dolor,
pérdida, daño, por ejemplo- o con la naturaleza –hombre, mujer, alto, bajo,
gordo, flaco, entre otras.
Lo que más asusta de este panorama es que lo que se quiere vender como una
medida de protección –contra el acoso- se encarne, en realidad, en una nueva
demostración de pretensión de control y de limitación de libertades –y no hablo
del eventual “mirón”.
Y, sobre todo, que, de nuevo, el subjetivismo partidista de algunos se
erija en la vara de medir de ciertas conductas que, en puridad, no deberían
desbordar el fuero interno.
A ver quién coño se ha creído nadie para decidir si que alguien me mire es
impudicia o no. Y, peor aún, quién es nadie para evaluar si me he de sentir
ofendida porque otro –u otra u “otre”;
me ahogo, por Dios- me mire con ánimo más o menos libidinoso, si es que éste
fuere el caso.
Porque, creo que ya se lo dije en alguna ocasión, las mujeres sabemos mirar
mucho mejor que los hombres. Y, además, utilizamos ese poder a conveniencia
–algunas, incluso, a conciencia.
Por eso, no necesitamos jueces de la impudicia en nuestras vidas, si no
respeto e igualdad en el desarrollo de la misma. Y, ahí, de nuevo, los
políticos –todos- suelen ayudarnos poco, porque andan demasiado preocupados en
cómo afectan sus palabras a las encuestas sobre intenciones de voto.
{{comentario.contenido}}
"{{comentariohijo.contenido}}"