Estaba la otra noche, la del domingo, mi marido viendo no
sé qué partido muy importante de la Selección –de ésos que suele haber cada
tanto; o de la Selección, o del Madrid o del equipo que fuere y que no dejan de
ser veintidós “desnalgados” corriendo
detrás de una “peloteja”- cuando me
aventuré a empezar la novela que me habían regalado con motivo de mi reciente
cumpleaños.
Una siente pánico atroz a las fajas –las de los libros,
las otras no las ha usado en la vida-, especialmente porque suelen utilizar una
especie de metalenguaje, muy parecido al de los políticos, con abundancia y
riqueza de expresión que rozan lo contorsionista.
En esos estrechos y siempre cortantes papeles aparecen,
con frecuencia inusitada, expresiones como “distopía”, “resiliencia”,
“caleidoscópica”, entre otras. Un importante esfuerzo publicitario, por parte
de la casa editorial, o de ayuda de otros escritores, normalmente,
amigos/conocidos –si es que eso es posible en un mundillo como el de la
literatura- del autor.
Pues en ésas andaba, cuando me sumergí en una de las tan
traídas novelas distópicas. En la misma, se planteaba un mundo en el que los
niños han tomado el poder y se prohíbe, de manera autoritaria, la expresión de
los sentimientos y la utilización de la palabra.
Obviamente, como en cualquier historia del género que se
precie, quedan una serie de irreductibles, que pelean, aún, por recuperar la
vida como antes se conocía o, al menos, por existir de un modo menos acorralado
que el planteado por la dictadura de los infantes.
Para rematar el círculo, los niños cuentan con el apoyo
de los animales, que vigilan que los humanos “mayores” -¿a qué diantres de edad le otorgan a una el calificativo
de “mayor”?- no delincan, no se rebelen y, por ende, observen toda la normativa
en materia conductual.
Y, yo, que ya saben que no alardeo de especialmente
intelectual, pensé que esto de la novela distópica no se aleja tanto de las
fábulas, de ésas que nos contaban nuestras abuelas de las cigarras y las
hormigas, de las que reservaban para el final una moraleja o enseñanza
-sencilla pero directa- que animaba a seguir los buenos principios y los valores
de rectitud, sacrificio, empatía y buen comportamiento.
En las fábulas, en las de antes, no se ocultaba que la
vida es dura, que nadie regala nada y que, en ocasiones –a veces, en
demasiadas- la Justicia es un concepto que campa a sus anchas sin necesariamente
atender, de un modo equitativo, a la derrota de cada cual. Lo que desde luego
que aquellos esquemáticos relatos no favorecían era que cualquiera se “tirara a
la bartola”, esperando que le pasaran de curso a pesar de haberse llevado el
zurrón lleno de calabazas. Porque el mundo, así, en general, acostumbra a ser
más bien como esos gatos que plácidamente sestean al sol, que a poco que te
acerques te sueltan un zarpazo que te deja tiritando.
Cuando acabó el partido, mi marido vino a la cama, y yo
que estaba sin faja, pero en pijama de invierno –con sus correspondientes
pelotillas fruto del uso y abuso- y que son más efectivos para la
anticoncepción que cualquier aro vaginal, pensé que, en el fondo, la mejor
novela distópica es la que nos están haciendo vivir.
Desean apartarnos de nuestras tradiciones, uniformar
nuestros gustos, invitarnos a regalar nuestra intimidad en redes sociales,
hacernos sentirnos partícipes de una rueda de rapidez que, en el fondo, alcanza
idéntico destino que el que arribaría una vida más pausada y, especialmente,
cubrir de una capa de “caspa” y carácter retrógrado a todo aquello que huela a
familiar o religioso.
A una columnista de El País, el otro día, la pusieron a
caer de un burro porque apreciaba un matrimonio duradero. A los padres que
vieron cómo atropellaban a su hija, un desalmado con tribuna diaria en un
periódico nacional, se atrevía a criticarles por no entender la grandeza y
hondura de su fe.
En el fondo, tiene sentido, uno empieza a utilizar
términos confusos para definir realidades tangibles y, a partir de ahí, una
crisis es una desaceleración, un cuchitril es una solución habitual, y me niego
a intentar reproducir aquí las diferentes conceptuaciones que del sexo –o
género- se pretenden arbitrar por los del pretendido avance progresista.
Qué quieren que les diga, yo hace mucho que elegí no usar
faja, pero no porque me obligara la moda, sino porque odio que me aprieten.
Llámenlo libertad de elección. Llámenlo, mejor aún, libertad.
Y con las distopías y las realidades me ocurre igual…
cuanto más me aprietan, más me joden –con perdón.
Revelo un secreto. En la novela, todo acaba abierto, sin
solución clara… Como la vida, hasta que desde arriba te llaman a capítulo.
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