En el número 54 de la calle Espartero encontramos la cueva de los hermanos Lara Paraíso. Nos recibe con gran hospitalidad, Angelines, la mayor, que no puede ocultar la tristeza que le provoca tener que abandonar la casa dentro de poco tiempo, especialmente, por esa antigua cueva que ha conservado muy bien y a la que siente especial cariño. Fue de abuela Emilia, de la familia de los Monteras, cuenta.
Angelines nos hace pasar, pero antes de bajar a la cueva nos presenta a un curioso personaje. Es Paca, el nombre de un loro al que su dueña anima a pronunciar algunas palabras. Paca tiene 25 años y se muestra recelosa con la extraña visita, pero poco a poco coge confianza y dice algunas cosas que nos hacen reír.
Bajamos por la escalera, y muy pronto, a la derecha encontramos una original fresquera con poyo. Modestamente la dueña nos dice que “hay cuevas mejores”, pero le hacemos ver que cada cueva guarda su encanto y esencia, al margen de su tamaño, capacidad o características constructivas. La que vemos hoy es pequeña, un vestigio de remota viticultura de finales del XIX en una zona de la ciudad donde había menos agricultores. Alberga cinco tinajas de barro y curiosamente la canaleta está construida justo hasta donde la necesitaban; se corta en el espacio donde ya no había tinajas. Hay tres tinajas con capacidad para algo más de doscientas arrobas, y otras dos de trescientas, además aparecen otras dos más pequeñas: la del gasto y del vinagre.
Las tinajas varían en su capacidad y en su forma; hay dos en forma de pirindola y otras con mayor base. Las paredes están encaladas, apenas tiene desprendimientos y el suelo que pisamos es una mezcla de tierra y cemento barrido que le acerca mucho a su estado original. El techo está en la tosca, como demuestra su irregular superficie y está horadado por dos lumbreras que tienen un desgarre muy estrecho. Observamos también el pocillo donde se recogía el mosto en el caso de que alguna tinaja reventara.
La arquitecta, Ana Palacios, puntualiza que la cueva apenas tiene humedad, está muy bien ventilada. La anchura de la escalera revela que las tinajas entraron por ahí. En una de las paredes ha quedado un hueco que se formó al sacar arena para distintos usos. “Las vetas de arena solían aprovecharse casi siempre, ya fuera para las tinajas o para cualquier obra de la casa”, indica José María Díaz.
Los desgarres de la lumbrera nos enseñan también una tosca con menos espesor que en otras zonas de la ciudad. Al final, la dueña habla de algún problema que tuvo con las infraestructuras de agua que cruzaban la cueva, que afortunadamente pudo solucionarse y comentamos también la placentera temperatura, en torno a los quince grados, que disfrutamos y que nos hace temer la temperatura cercana a los 40 grados que encontramos en la calle. Nos despedimos de Angelines y le deseamos que disfrute de sus vivienda y cueva todo lo que pueda hasta que se traslade a su piso en la calle Socuéllamos.
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