Ante la pregunta del titular, y especulando sobre las
posibilidades, puedo decir, no lo sé, quizás, aunque lo más obvio es que sea
improbable y absurdo. Pero a mí me gusta elucubrar o fantasear sobre aquellas situaciones
extravagantes e ilógicas puesto que me sirven para inventar un relato
disparatado y repleto de hipótesis, además, y aunque parezca descabellado,
siempre tengo presente que la realidad puede superar a la ficción.
Les pondré en antecedentes. Otra vez debía tomar
iniciativas porque se presentaba la enésima crisis económica y laboral a una
edad complicada y en aquellos momentos, y para explicar mi cambio de ocupación,
me gustaba decir ante mis conocidos que me había reciclado. No, no era esa la
palabra apropiada, quizás lo más conveniente sería anunciar que había cambiado
de sector, pues la geriatría, nada tenía que ver con mi anterior oficio, ya que
hay una gran diferencia entre laborar con materiales inertes a trabajar con
personas, y además, mayores.
La tarea del auxiliar de geriatría en una institución
es tan exigente como gratificante, así mismo debo aclarar que es más fácil
recuperarte del esfuerzo físico que supone tal actividad, que del componente
afectivo que conlleva. Por eso, cada cierto tiempo, y para rebajar las
emociones, siempre en primavera solíamos programar un viaje para desconectar,
porque visitar alguna de las bellas ciudades de nuestra geografía me ayudaba a
reponer energías y recuperar el ánimo.
Aquel anochecer volvíamos de Málaga después de pasar
unos días. El confort del tren de alta velocidad nos devolvería en apenas tres
horas de la costa y de aquella bonita ciudad andaluza a la realidad, a la gran
urbe y al afanoso trabajo.
Como buen observador pude comprobar que, casi justo enfrente,
viajaba también una periodista y escritora famosa, ensimismada, tecleando con
destreza su portátil. De vez en cuando la miraba de reojo y con curiosidad
porque ya había leído alguna de sus novelas y en todo momento me admiré de su
concentración y su capacidad de trabajo, pues durante todo el viaje estuvo
escribiendo. Podría haber inventado cualquier excusa para cruzar unas palabras
con ella y demostrarle mi admiración, pero a pesar de mi descaro, no me atreví
a saludarla.
Digo esto porque estos días estamos leyendo en el club
de lectura "La carne", una novela de Rosa Montero. El hecho de volver
a leer un libro suyo me trae recuerdos de aquel viaje y aquella situación, es
más, en algún momento he llegado a pensar si no sería esta novela en la que andaba
tan concentrada en aquel vagón que anónimamente compartimos.
Para mi desilusión no era tal, puesto que la primera
edición data de septiembre del 2016 y aquel viaje ocurrió casi un año después,
aunque no lo recordaba. Era tal mi obsesión por encontrar un nexo entre el
viaje y el libro que rebusqué algunos datos sobre aquellos días. Y no, no pudo
ser porque tengo folletos y catálogos de algunos museos y sus exposiciones
temporales que me confirman que en aquella visita ya se había publicado, qué le
vamos a hacer, la imaginación es libre.
La segunda hipótesis me ha rondado desde hace tiempo
por la cabeza y algunos episodios del libro me sirven para hilar este segundo
relato, pues Soledad, que así se llama la protagonista de la novela de Rosa
Montero, hace muchas reflexiones sobre el deterioro del cuerpo, y eso en una
residencia de mayores es algo obvio.
Ahora pongamos un nombre ficticio a este nuevo
personaje femenino y así, a partir de este momento, Enriqueta será la
protagonista de una segunda remota probabilidad.
Repanchingada en su enorme silla de ruedas y vestida
con ropas amplias, y adornada de sus
collares y pendientes de bisutería, a nadie le resultaba indiferente su
presencia. Sin ser demasiado arisca, apenas se relacionaba con otros residentes
y mantenía siempre una distancia discreta que, sin llegar a la altivez, marcaba
diferencias, Enriqueta era una reinona en su trono rodante.
Ella se ufanaba de ser la viuda de un militar e,
instintivamente, deseaba un trato más servicial por su supuesta categoría.
Personalmente empatizaba mucho conmigo porque alguna vez le había referido que
hice la mili en Ceuta, el lugar donde ella nació y vivió durante muchos años
junto a su marido e hijas.
Comentar anécdotas sobre aquel tiempo que pasé en la
ciudad norte-africana me facilitaba mucho algunas pautas del trabajo, puesto
que ella, distraída por la conversación, colaboraba más. Tampoco a mí me venía
mal recordar hechos y situaciones tan lejanos en el tiempo.
Hablábamos de la calle Real que es el eje vertebrador
de la ciudad, del Monte Hacho con sus laderas horadadas de polvorines y
coronado por el famoso penal militar, del puerto, de la belleza de sus dos
bahías, de los ferrys, de las históricas Murallas Reales, de la obsoleta
batería costera del Pintor con sus enormes cañones que eran una reliquia de las
defensas que tuvo la plaza en otras épocas, o sobre la montaña de "La
mujer muerta". También le hablaba de las excelencias del té con
hierbabuena que servían en el cafetín de Benzú.
De vez en cuando, y en los momentos de descanso,
surgía la conversación acerca de los recuerdos que Ceuta nos provocaba. Sin
embargo, Enriqueta siempre aludía a su prestigio y su supuesta supremacía,
sobre todo, cuando conocía que algún otro residente o familiar tenía algún
vínculo militar o con la benemérita.
Ella siempre terminaba preguntándome, ¿a que teniente
es más que brigada? Porque todo su afán era imponer el rango que alcanzó su
difunto marido tratando de sobresalir en aquel ambiente. Y aunque su actitud
era un poco ridícula y maniática, comprendía su afán por destacar, pues era
habitual e inherente el comportamiento de las militaras mostrar su estatus para
reafirmar una superioridad frente a los demás.
Enriqueta presumía además de ser una auténtica
"Caballa", que es un gentilicio aceptado ya por la RAE para los
nacidos en aquella localidad. A veces me refería lo feliz que fue en aquella
ciudad, de su actividad y su trajín en el ambiente castrense. Nada que ver con
la realidad actual, con los achaques de la vejez y alejada de su amada Ceuta.
Era su opinión y la respetaba, otra cosa era mi
percepción o parecer porque, en aquel destino, estabas muy limitado por su
lejanía y cruzar el Estrecho suponía un inconveniente añadido. Además, toda la
actividad de la población giraba alrededor del ejército, también lo lúdico,
pues la tropa, lo invadía todo y, para más inri, en aquellos últimos setenta
del pasado siglo, incluso durante el paseo, debías ir correctamente uniformado.
Era un poco deprimente la salida del cine, todos
éramos soldados, y si alguien vestía de paisano era un osado veterano o un
oficial destinado allí. A casi nadie se le ocurría ligar en aquel ambiente,
para intentarlo debías al menos lucir en la bocamanga alguna estrella. Pero el
bullicio de la ciudad con los turistas que se animaban a cruzar el Estrecho
para comprar en los bazares y el movimiento de la cercana frontera conformaban
un ambiente repleto de dinamismo y colorido.
Los mandos solían estar conformes, puesto que recibían
un plus por estar fuera de la península y porque todo giraba alrededor de
ellos. ¿Y los soldados?, pues resignados y esperando que llegase la licencia
para volver en la Paloma, que así le llamábamos al barco que nos devolvería a
la vida civil.
No había mucho que hacer en Ceuta porque el territorio
es muy limitado y un año da para mucho, los servicios, las guardias, el paseo,
alguna peripecia y poco más. Pero después de conversar con Enriqueta muchas
veces he pensado y especulado si en aquel año no me pude cruzar con ella por
aquellas calles, en la Plaza de África o en cualquier otro lugar. Ella entonces
sería posiblemente una mujer madura casada con un simple sargento y yo un
soldado más, ciudadanos anónimos que transitan ajenos al destino.
Lo cierto y verdad es que nunca lo sabré, mi hipótesis
no deja de ser un disparate divertido que, entre otras divagaciones, me ha
permitido escribir este relato sobre las ínfulas de Enriqueta y mis batallitas
de la mili. Aun así, siempre me quedará la duda.
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Viernes, 9 de Mayo del 2025