Ante estadistas que con independencia de la ideología que dicen representar son incapaces de articular un discurso coherente de manera espontánea, necesitando del apoyo de documentos escritos elaborados por otras personas, permanentes corruptelas que aseguran indefinidamente el trabajo a los especialistas en este tipo de investigaciones de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, jueces instructores y tribunales sentenciadores, obscenos debates en las muchas cámaras parlamentarias que tenemos, 2 nacionales (parlamento y senado), 17 autonómicas, 48 provinciales y más de 8.000 locales, consistentes en determinar quien ostenta el mayor grado de corrupción, el ya sempiterno “y tu más”, la delirante normalización que todos hemos hecho respecto de los embustes y mentiras que éstos y éstas profieren en sus respectivos programas electorales, debates y demás comparecencias públicas y un largo etcétera que no coge en ningún artículo periodístico, es legítimo cuestionarse sobre la idoneidad de la democracia como sistema de organización social.
El innegable hecho de que la democracia suponga un avance respecto de otros sistemas organizativos habidos en la historia no es impedimento para analizar su actual funcionamiento, poner en negro sobre blanco sus muchas máculas y adoptar las medidas correctoras pertinentes si ello fuera posible. Desde una perspectiva estrictamente conceptual puede afirmarse que la democracia no adolece de defectos lo suficientemente grandes para invalidarlo como sistema de organización social, en tanto lo que se pretende es la prevalencia de la voluntad popular, la limitación de los poderes que cada persona a título individual puede ostentar y el permanente control al que debería estar sometido cuando se esté ejerciéndolo.
El verdadero obstáculo que ha impedido ver la bonanza en todo su esplendor de las democracias actuales radica en obviar la más elemental estructura psíquica y los primarios instintos de las personas llamadas a ejercer alguno de esos poderes o funciones tan perfectamente definidos y delimitados teóricamente. Quizás en aquellos tiempos pensaron ingenuamente que las beligerantes transiciones sistémicas habidas, los desmanes que ya los primeros estadistas cometieron, las encarnizadas luchas por el poder surgidas en el mismo seno de los incipientes partidos políticos y el afán de protagonismo que desde tiempos inmemoriales acompaña a la raza humana eran fenómenos aislados y en ningún caso generalizados. Supongo que, viendo semejantes con excelsos y férreos valores éticos, pensaron que éstos terminarían venciendo a los truhanes, villanos, trepas y mangantes de índole diversa por aplastante mayoría.
Este nefasto error, o si quieren falta de intuición, es el causante de los actuales vicios del modelo, donde las promesas electorales, entendidas como contratos sociales en los que a cambio de un apoyo electoral mayoritario el electo se compromete a adoptar ciertas medidas para la mejora de la calidad de vida de sus conciudadanos, son una tomadura de pelo como la copa de un pino, los debates parlamentarios comedias que ni los más ilustres escritores pudieron nunca imaginar, las normas que redactan un jeroglífico indescifrable, las distintas Administraciones públicas con las que estamos obligados a relacionarnos diariamente una tortura para amargarnos la vida y el supuesto deber moral de votar una broma macabra, de mal gusto.
En nuestro caso patrio la cosa se basa sobre el parlamento, que teóricamente es donde se reúnen nuestros electos representantes para hacernos la vida un poco más agradable, lo cual da risa escribirlo, y en realidad se trata de una reunión de los lacayos más prominentes que primero sirven a los intereses y ambiciones del líder del partido que accedió a incluirlos en la correspondiente lista electoral y después a los suyos propios. Esto es, a pesar de tener 350 parlamentarios nacionales, las decisiones relevantes y que directamente inciden en nuestra cotidianidad esta reducida a los 4, 8 o 10 candidatos a la presidencia de los partidos políticos que han conseguido los votos suficientes para tener grupo parlamentario propio (5 o más escaños).
En tanto la elección del presidente del gobierno es indirecta, a través del parlamento, esta depende de haber obtenido o no la mayoría suficiente. En el caso de que sí se haya obtenido esa mayoría el presidente elegido será controlado por los mismos que están obligados a rendirle pleitesía por aquello de la disciplina de partido, relegando la básica división de poderes a una mera entelequia.
Si no ha sido posible esa mayoría hay que negociar y pactar con otros grupos políticos, lo que implica cesiones y brinda en bandeja de plata la excusa perfecta para que el programa electoral quede en papel mojado y el presidente pueda hacer lo que le salga de sus partes pudendas, sin que los ciudadanos contemos con mecanismos efectivos para dar, o no, nuestra aquiescencia sobre esos necesarios cambios de las futuras medidas a adoptar, ni aún en el caso de que éstos puedan ocasionar perjuicios irreparables para nuestro futuro.
Este aquelarre parlamentario también designa y controla a los componentes del órgano de gobierno del poder judicial, con lo que un juez funcionario de carrera, celoso de su independencia y renuente a aceptar consignas ajenas tiene serios impedimentos para prosperar en su carrera profesional y optar a ocupar los puestos relevantes en la judicatura, dejando la independencia judicial en una mera utopía. Generalmente la designación se lleva a cabo, cuando se hace, por cuotas proporcionales al apoyo electoral obtenido, con lo que si te muestras amigo, conocido, simpatizante o predispuesto a obedecer sin preguntar al vencedor o a alguno del resto de candidatos que han obtenido podio tus posibilidades de éxito aumentan exponencialmente.
Sobra decir que este esquema, grosso modo, se repite a nivel autonómico y local. O sea, los estadistas actuales conservan obscenas similitudes, tanto en el fondo como en la forma, con las monarquías absolutistas del Medievo, de las que aún quedan residuos en África y otras partes del mundo, y los sistemas dictatoriales europeos de la pasada centuria, con vigentes ejemplos en la América Latina y en países tan relevantes como China, con la importante diferencia de la limitación temporal de su poder.
Nuestra extensa y variopinta clase dirigente, preocupadísima en diferenciarse con su adversario escenificando diferencias irreconciliables en todos los asuntos importantes, parece tener una opinión unánime respecto a la división de poderes, que es la piedra angular de toda democracia, evitando debates en los que evaluarla y, en su caso, potenciarla y reforzarla. Todos ellos saben de la incomodidad que supone tener que dar explicaciones y someterse a controles, siendo capaces de hacer cualquier cosa para eludirlos.
Mientras todo ciudadano corriente tiene que responder abnegadamente por cualquier incumplimiento normativo, con un sistema sancionador que en ocasiones roza lo maquiavélico, las muchas tropelías cometidas por mandatarios de una u otra ideología han quedado impunes, más allá del normal relevo de sus cargos, y cuando sí ha ocurrido no ha faltado el pertinente indulto para evitar que sufriera males mayores. Desde el ámbito estrictamente académico eso nada tiene de democrático, pues quienes demostrando una lucidez superior a la media concibieron este sistema lo que pretendían, precisamente, era evitar este tipo de agravios comparativos e impunidades.
Lo único que realmente nos salva del desastre total es que periódicamente necesitan nuestra aprobación, no existiendo un modo de poder evitarlo. Así el dirigente de turno se olvida del pueblo en su cotidianidad y empieza a tomar medidas ante la cercanía de la caducidad de su mandato y el deseo de revalidarlo. Ahí sí se pone el traje de luces y salta al ruedo para explicar los motivos por los que incumplió sus promesas electorales y hacer nuevas promesas de todo tipo.
Ramón Moreno Carrasco es doctor en Derecho Tributario.
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