Opinión

Como la vida misma

Ramón Moreno Carrasco | Martes, 17 de Junio del 2025
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“Necesito terapia psicológica” me dijo mi amigo, amistad que nació de nuestro común e inquebrantable amor al libro, cuando le dije que me gustan ciertos aspectos naturales de la vida, de los que, por inevitables, nadie habla en sus tertulias sociales. Le hablé del tiempo, de como un día pasa para todos y te acerca un poquito más al fatídico momento de la muerte, con independencia de que seas rico o pobre, blanco, mulato, negro o amarillo, guapo o feo, heterosexual, homosexual, bisexual, transexual, pansexual, hermafrodita o asexual, si has sido un don nadie o has hecho un gran descubrimiento que ha salvado vidas humanas, etc. Eso es verdadera justicia, implacable, igualitaria, sin matices ni componendas, le dije a quemarropa, y el me miraba con cara de estar pensando algo que no era decoroso verbalizar, apresurándome a matizar la excelsa educación que recibí y como mi desviación del camino se debe a mis propias experiencias y a mi nula inclinación a la lectura de vidas virtuosas como puede ser, verbigracia, la de San Francisco de Asís.

Venimos dotados de serie con una egolatría, más cercana al narcisismo de lo que podemos admitir, que, a menudo, desvía nuestra atención hacia la “grandeza” de nuestras artificiosas creaciones sociales, para recrearnos en nuestra “majestuosidad”, y obstruyendo nuestro acercamiento a una verdad tan sabia como inaccesible según el eximio filósofo Platón. La impenetrabilidad de dicha evidencia no impide que sea un punto cardinal orientativo de nuestra evolución y aprendizaje, de manera que si caminamos en dicha dirección acrecentaremos nuestro sentido de la intuición y descubriremos ciertos aspectos que la integran, haciéndonos más “sabios”. 

Efectivamente, para desgracia de mi amigo, mía, ya voy teniendo una edad, y de todos, no hay reloj vital que obvie ni un solo segundo. Si hay una pandemia mortal, que ahora es el Covid pero otrora fue gripe, peste, viruela, y otras muchas, la diferencia entre el catedrático y el iletrado es totalmente irrelevante, al igual de si vamos atildados con un traje Armani o con ropa comprada en una de esas cadenas de bajos precios, ahora tan en boga, o si ocupamos un cargo directivo en una importante multinacional o somos el barrendero del ayuntamiento. Lo mismo se puede decir ante un terremoto, maremoto, volcán en erupción o ante cosas más probables como un resbalón en la ducha, una intervención quirúrgica que se complica, y no digamos ya en caso de tener la mala suerte de contraer una de las denominadas enfermedades raras, consistiendo dicha singularidad en su residual incidencia que conlleva falta de inversión en investigación ante perspectivas de ingresos nimios. 

Igual ocurre con las cosas más cotidianas y mundanas. Pueden ir en limusina, en un Ferrari, en uno de esos coches que cuestan lo que la mayoría de la población no ganará en toda su vida, si su poder adquisitivo se lo permite, pero si hay una retención va llegar tarde donde quiera que valla y sea quien sea quien lo espere, igual que el mecánico que va justo detrás, la auxiliar administrativa con utilitario vetusto y cochambroso que circula por el carril contiguo o el estudiante que va a un examen de la facultad con el coche de su padre, cercano al infarto ante tal contingencia, y que transita delante. Ante un adverso fenómeno meteorológico se va a perder la cosecha del pequeño propietario y la del terrateniente.

La realidad empírica es que somos igual de vulnerables, similares miedos y desazones nos inquietan y ni siquiera el hecho de tener suficientes recursos para construirte un búnker que te proteja de ciertas eventualidades es garantía suficiente de estar a salvo de nada. Llegado el fatídico momento puede ocurrir, verbigracia, que haya sido súbito y que por azares de la vida te encuentres a cientos o miles de kilómetros de él.  La protección absoluta es tan utópica como la eterna juventud. Etnias, nacionalidades, fronteras y/o estatus sociales son ilusiones colectivas que acogemos con entusiasmo por su utilidad para diferenciarnos entre la multitud, teniendo en cuenta que somos más de 8.000 millones de personas los que habitamos el planeta. 

Existe un adagio que circula por internet y las redes sociales que lo define a la perfección, si bien no se conoce autor al que atribuírselo: “En la vida cuando te toca, ni aunque te quites, y cuando no te toca, ni aunque te pongas”. Ignoro si es casualidad o causalidad, pero la pasada semana ocurrió un fatídico accidente aéreo en la India, con el fatídico balance de un solo superviviente de los 280 que viajaban en el avión siniestrado.

Si bien puede parecer obvio lo que digo, el pertinaz y suicida empeño de ignorarlo condiciona nuestras decisiones vitales, cercenando irremediablemente la posibilidad de tener una vida plena, que no es lo mismo, ni siquiera sinónimo, de longeva. Prever más allá de lo estrictamente razonable, sacrificando momentos de hoy en pos de un incierto futuro que se materializará o no, dependiendo de múltiples variables que en modo alguno podemos controlar, modificar o condicionar, puede suponer la pérdida de una oportunidad que jamás volveremos a tener. Todos conocemos casos del abnegado empresario que posterga su merecido retiro a que los hijos tomen el relevo, cuando resulta que éstos no quieren dedicarse a ello y tienen otras vocaciones, de matrimonios de conveniencia que no sirvieron para nada, en tanto la ostentosa riqueza terminó en ruina total, del añorado crucero para las bodas de oro que no puede realizarse debido al fallecimiento de uno de los cónyuges. ¿Quién no se ha quedado petrificado ante la noticia del fallecimiento de un familiar, amigo o conocido que el día anterior estaba en perfecto estado de revista? Los casos documentados en manuales de historia, ensayos o como base para escribir fabulosas historias y hermosos poemas son inabarcables. 

Ello, fruto de una sociedad que se niega a aceptar la existencia de cuestiones irresolutas, como verbigracia nuestro origen o la muerte, obviándolas como mecanismo de defensa, condiciona nuestro modus vivendi distorsionando la percepción de nuestro entorno. No vemos un igual en el extranjero, sino un ser superior o inferior dependiendo de su origen y riqueza, cuando solo es diferente, a veces en cuestiones superfluas y reversibles. Disfrazamos al parapléjico, al indigente, al discapacitado (físico o psíquico) o al agonizante de una excepcionalidad ficticia porque nos da pavor reconocer su habitualidad, su real incidencia y la posibilidad de que mañana nos veamos en homólogas encrucijadas.

Si cambiásemos este aspecto, no para vivir esclavizados por un temor atávico sino para liberalizarnos e impregnarnos de ancestral sabiduría, automáticamente desarrollaríamos más empatía, no perderíamos tanto tiempo en triviales e innecesarios conflictos con nuestros seres más queridos y nuestras expectativas y preferencias vitales serian otras, más acordes con nuestros subconscientes deseos y verdaderas vocaciones, no con lo que a menudo otros esperan de nosotros. Quizás así lográsemos revertir lo que todos los indicadores empíricos indican como un problema de salud, que no es otro que nuestra insatisfacción personal, traducido en sentimientos de soledad, variopintas afecciones psíquicas que, al igual que un maligno virus, se extienden soterradamente, apareciendo cada vez a más temprana edad y aumentando exponencial y significativamente la proporción de población afectada, incluso descubriríamos que el concepto de felicidad no es tan indeterminado, ambiguo y utópico como nos han hecho creer, que siendo un poco más realistas, pragmáticos y humanos  podemos vivir más intensamente. 

Otras culturas que, por el fenómeno de la globalización, conviven con nosotros lo hacen y no da la impresión de que su existencia sea lóbrega y aciaga, invitándonos implícitamente al valiente ejercicio de cuestionar algunas de nuestras absurdas convicciones.

Por eso háganme un favor, si pueden váyanse a ese crucero o viaje para el que han estado ahorrando toda su vida, entiendan que los 2.000 o 3.000 € que puede costar no va a cambiar significativamente el rumbo de la vida de sus vástagos,  tomen su trabajo como lo que es, un medio con el que obtener recursos para satisfacer sus necesidades no un fin en sí mismo, no dediquen a él más tiempo del estrictamente necesario, planifiquen el futuro sobre bases realistas, esquivando en la medida de lo posible falacias, y vivan lo más intensamente que puedan.


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