Opinión

Cuando el calor no perdona: Un mundo asfixiado por las altas temperaturas

Cristina Grueso García | Martes, 8 de Julio del 2025
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Hace unos años, el calor era sinónimo de verano, siestas lentas, helados derritiéndose entre risas de niños y persianas bajadas a mediodía. Hoy, el calor es otra cosa. Es un enemigo que no descansa, una sombra ardiente que se extiende más allá del calendario estacional. Las altas temperaturas han dejado de ser un fenómeno pasajero para convertirse en un síntoma. Un síntoma profundo, insistente, casi febril, de un planeta en estado de emergencia.

Y no se trata solo de cifras. No es únicamente que los termómetros superen los 45 grados en junio, ni que las olas de calor se encadenen como una condena. Se trata de lo que eso significa: ancianos que mueren solos en sus casas porque no pueden pagar el aire acondicionado; trabajadores que se desploman en mitad de una jornada bajo el sol inhumano de los campos o el asfalto; animales que buscan agua en los márgenes secos de los ríos como si buscaran una última tregua.

La tierra, agrietada, nos devuelve la imagen de una herida abierta. Las plantas ya no florecen como antes. El canto de los pájaros se apaga durante las horas más crueles del día. Y en nuestras ciudades, el asfalto se funde, la sombra se vuelve un bien escaso, y el aire huele a humo, a plástico quemado, a un futuro en llamas.

Lo más aterrador no es solo el calor, sino la normalización del sufrimiento que trae consigo. Cada verano se vuelve más brutal, más prolongado, y con él se multiplican los incendios, los cortes de luz, las enfermedades respiratorias. Sin embargo, nos acostumbramos. O fingimos hacerlo. Compramos ventiladores, cerramos persianas, descargamos aplicaciones para controlar la calidad del aire. Pero no se puede vivir toda una vida escondiéndose del sol.

Detrás del calor extremo hay una fractura emocional, una especie de duelo colectivo. Algo en nuestro interior sabe que estamos perdiendo una batalla crucial. Sabemos que los veranos de nuestra infancia no volverán. Que los glaciares se derriten sin que los gobiernos reaccionen con la urgencia necesaria. Que el calor mata de formas silenciosas: no solo por golpes de calor, sino por desarraigo, ansiedad, desplazamientos forzados, pobreza energética.

Este calor, este que no afloja ni de noche, este que golpea los cuerpos y las conciencias, debería hacernos reaccionar. Pero en cambio, el discurso se enfría con la misma rapidez con la que el aire acondicionado de unos pocos mitiga la tragedia de muchos.
Es tiempo de decirlo claro: el calor no es una simple incomodidad. Es una señal roja. Una advertencia que se escribe en la piel quemada de la tierra y en el sudor resignado de los que ya no esperan alivio. Es una injusticia climática que hiere con más fuerza a quienes menos responsabilidad tienen: los países empobrecidos, los barrios sin árboles, los cuerpos vulnerables.

Y mientras tanto, seguimos con vida, sí. Pero una vida contenida, sudorosa, alterada. Una vida que empieza a girar en torno a sobrevivir al verano más que a vivirlo. ¿Qué nos está diciendo el calor que aún no queremos oír? Tal vez que no hay más tiempo. Tal vez que el planeta ya no suplica: grita.

Nos corresponde escucharlo, antes de que lo único que quede sea el eco de lo que fuimos, chamuscado entre ruinas calcinadas. Nos corresponde actuar, resistir, transformar. Porque si no cambiamos el rumbo, si no asumimos la urgencia con todo el cuerpo, no habrá estación de paso que nos devuelva la tregua. Solo un mundo que arde. Por dentro y por fuera.

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