Tomelloso

Entrevista a Ángel Pintado, el pintor de los sentimientos y emociones

María Remedios Juanes | Martes, 8 de Julio del 2025
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Como dijo Irene Vallejo: “Pintar —como escribir— es salvar del olvido, es levantar refugios contra la prisa y el ruido, es detener el tiempo para contemplar lo invisible”.

Esta frase resume perfectamente la obra pictórica de Ángel Pintado. Ciertamente ha sido un honor poder escuchar las palabras de un pintor del talento incuestionable de Ángel Pintado. Se ha forjado a sí mismo desde sus primeros inicios a pesar de sus circunstancias tan adversas como fue la propia oposición, en un principio, de su familia, quienes en vez de apoyarle en su periplo pictórico, hicieron todo lo contrario.

Nuestro pintor local elegido para ser entrevistado reúne una serie de características que conforman su panorama pictórico marcando “una escuela y un estilo propio”, en contraposición al resto de pintores de Tomelloso. Desde muy joven tuvo la oportunidad de tener por maestro al mismísimo Antonio López Torres, quien lo condujo de su mano y de quién aprendió las fuentes de inspiración para saber admirar y contemplar el paisaje manchego y su bruma matinal.

La obra de Ángel Pintado permanece dispersa por toda la geografía española y parte del extranjero, en Asturias, Canarias, Mallorca, Londres, etc. Siente una mezcla de orgullo y melancolía porque pierde una parte de él cada vez que una de sus obras se marcha.

Cabe destacar que una de las últimas exposiciones que reunía gran parte de su obra ocurrió en el año 2018 cuando Rafael Torres, el dueño de la Cooperativa Virgen de las Viñas actuó como mecenas para mostrar sus cuadros.

Dos pilares han sido fundamentales en su itinerario que comenzó en los años 80. El primero fue su contacto con el mundo del ferrocarril, por eso siente un cariño especial por los trenes y lo manifiesta a través de su pintura.

El segundo pilar fueron sus grandes maestros, Antonio López Torres y Manuel López- Villaseñor,  un catedrático de arte que se fijó en su pintura y lo apoyó desde un principio de forma incondicional, hasta tal punto que le dejó ir durante cinco meses a la escuela de San Fernando en Madrid para perfeccionar en la pintura.

Otro maestro valenciano que ha influido mucho en su obra es Ignacio Pinazo, en quien se ha basado para mostrarnos esas auténticas obras de arte llenas de una magia y un mundo especial en el que parece que perteneciesen a lugares recónditos de otros mundos.

 Los comienzos: la semilla de un artista

—¿Cuál es su primer recuerdo relacionado con la pintura?

—Aunque parezca mentira, no supe lo que era un pincel hasta bien avanzado el tiempo. Primero comencé a pintar con ceras de la marca Manley. No sabía  cómo se cogía un pincel, ni lo que era una paleta ni un caballete. Pintaba con ceras, trapos sucios, y hacía dibujos abstractos que me sugería la imaginación. Tendría unos 13 o 14 años y fue cuando estaba en el instituto de Bachillerato.

Recuerdo una anécdota que se me quedó grabada a fuego. Fue cuando un profesor me vio pintar por primera vez, cuando lo que tenía que estar haciendo era otra cosa. Me dio tal golpe en la cara que me  salió sangre y tuvieron que llevarme al baño. El sentimiento fue de desolación, vergüenza y miedo. En ese momento no sabes cómo reaccionar. 

En ese mismo lugar, por fortuna, me ocurrió otra anécdota que fue lo contrario. Hubo un profesor de dibujo que se llamaba Esteban Tejado. Se casó con Ana Victoria Velasco, profesora de Historia del Arte. Y sí que me animó a seguir pintando.

—¿En qué momento sintió que la pintura dejaba de convertirse en un juego para convertirse en su forma de vida y cómo reaccionó su familia?

   —Cuando me di cuenta de que no podía dejar de hacerlo. Era algo vital, una necesidad diaria que se convirtió en casi una obsesión. Recuerdo que me iba con una Mobylette al campo a pintar.

A mi padre le causó mucha frustración, porque quería que yo hubiera sido funcionario como él y así tener una vida más cómoda. Mi padre también era muy mañoso y hacía algo de pintura. Mandó hacer un caballete, a pesar del gran disgusto que tuvo ante mi empeño para hacerme pintor. Y con el paso del tiempo pude recuperar el caballete que mi padre me hizo y es en el que pinto ahora.

—Dicen que los comienzos nunca son fáciles... ¿Qué fue lo más difícil de asumir a la hora de seguir un camino artístico sin respaldo académico ni familiar?

—Cuando se te mete algo en la cabeza y tienes ciertas aptitudes. Lo primero de todo, es que te tiene que gustar mucho hasta el punto de que no puedas vivir para otra cosa. Al principio era una obsesión, me hice una cocinilla de un 1metro x 3. Pensé que tenía que pasar por encima de todo para demostrarles a mis padres que valía para ser pintor. 


Había una empresa de transportes en la calle del infierno, se llamaba transportes Morago y hablé con ellos para irme a Madrid. Cargado con un caballete, una bolsa de aseo y tablillas. Y me fui al Círculo de Bellas Artes, donde se hacían cursillos. Iba a Legazpi y después a San Blas. Ahora pasado el tiempo, no sé ni cómo fui capaz de hacerlo.

Maestros e influencias

—Tuvo contacto con Antonio López Torres. ¿Cómo fue esa relación y qué significó para usted?

—En el año 1980 aparece la figura de Antonio López Torres y la relación fue muy enriquecedora. Más allá de la técnica, me transmitió la importancia de observar, de ser paciente y fiel a la mirada propia.

Tengo un dibujo que le hice a Antonio en medio del campo con su sombrero y su caballete. Yo  estaba detrás de él, a tres metros. Pensaba que me iba a decir que cambiase de oficio pero creo que salí bastante airoso. 

Empecé a hacer mis primeras incursiones. Nos íbamos al campo y yo intentaba hacer lo mismo que él. Recuerdo que cuando miraba mi pintura solía utilizar unos términos muy curiosos para explicarme sobre la tarea a desarrollar sobre el lienzo. Decía que “estaba muy duro” o “esto está muy picante” y “hay que tranquilizarlo” porque no se correspondía con la delicadeza que tenía, según el maestro. 

Salíamos a pintar a las 12 horas del mediodía en pleno verano. Al principio  no entendía el porqué, pero después deduje que se produce una bruma saliendo al monte que se veía desde el barrio de San José y se apreciaba una profundidad cuando se juntaban todos los colores, con la calima. Esto no se puede hacer en el estudio y no lo puede hacer todo el mundo. Esa delicadeza no se ha sabido explicar todavía. Se producía una magia especial. 

Y si se le conoce más al maestro es porque su sobrino, Antonio López, lo menciona siempre. Tenía algo ya innato que nadie ha sido capaz de emularlo.

El proceso creativo: trenes, tierra y memoria

—¿Cuál es el cuadro al que más cariño le tiene y por qué?

—Mirándolo desde la óptica del cariño, la emoción y el momento, es el cuadro “El último tren” porque resume mucho de lo que soy, de mi historia y de lo que quiero contar. Aparece  un vagón abandonado en la estación que coincidió con mis inicios. Lo hice con un caballete en directo. Le tenía un cariño especial a los trenes. Me metía en el hangar,  me ponía al resguardo y ahí comencé a hacer ese cuadro.

Hay otro cuadro, de la misma época. El del vagón viejo, la estación. No creo que haya ningún pintor que lo haya reflejado como yo. Me documenté para pintar ese cuadro.

—La estación de trenes aparece repetidamente en su obra. ¿Qué simboliza para usted ese espacio?

La estación representa el tránsito, la partida, la llegada. Tiene un fuerte componente emocional porque está ligada a mi nacimiento y a mi familia.

Legado y arte como testimonio

—¿Si el Ayuntamiento le ofreciera crear una obra que dejara huella a nivel patrimonial de Tomelloso, aceptaría el reto?

—Lo aceptaría sin dudar. Aportaría mi visión de la memoria colectiva, con una obra que recogiera la esencia de lo que fuimos y aún somos. Haría un repertorio de
“Caprichos”, sería un homenaje a un mundo rural que desaparece. Escenas que ya no existen, gestos cotidianos, paisajes emocionales que merecen permanecer.

Por ejemplo haría una colección de ocho cuadros “Caprichos”, en tamaño pequeño sobre cosas que ya no existen y para mí han tenido un contenido emocional.  Tengo mucha documentación. Por ejemplo, mientras araban los campesinos y las mulas mostraban el sudor que les salía y el vaho de la piel, el polvo de la tierra. Cuando paraban les ponían las mantas encima…esa magia óptica, sería uno de los caprichos.

A modo nostálgico, recordando estas temáticas. Algún rincón de la estación, algún niño jugando. Por eso se llama Caprichos y algunos de ellos están expuestos en Facebook. El tema ferrocarril me interesa. Haría una  pequeña recopilación. Las cuevas también las he pintado, la de  Sagrario Rosado, hermana de Paco Rosado, que tienen una bodega en la Calle Francisco García Pavón. No me importaría capturar estos tesoros subterráneos.

—¿Qué representa para usted seguir pintando hoy, después de tantos años, sin haber hecho una fundación ni tener un gran respaldo institucional?

—Pintar es mi forma de respirar. Lo hago por necesidad, no por reconocimiento. Aunque el respaldo falte, la pasión sigue intacta.

—¿Qué consejo le daría a alguien joven que siente el impulso de dedicarse al arte de la pintura?

—Le diría que no dejen de crear, que escuchen su impulso y no teman, aunque no tengan respaldo por parte de las instituciones. El arte verdadero nace del corazón, no del título.

Para concluir, les invito a que contemplen detenidamente sus cuadros y hagan su propia reconstrucción de ese tiempo que quedó bajo la luz crepuscular de un día cualquiera.  Lo que es indudable es que la obra de Ángel Pintado no es simplemente una buena técnica, sino que en ella “hace poesía con los pinceles”. Nos traslada a ese parnaso en el que vibraban las musas, sacudiendo al espectador y dándole esa posibilidad de recrear la historia de acuerdo a sus experiencias vitales.

Actualmente tiene pendiente de presentar una obra pictórica con unos catorce cuadros sobre los Bombos de Tomelloso que espera puedan ver la luz este año 2025.

A continuación, les dejo un pequeño repertorio de algunas de sus obras que son dignas de recordar como patrimonio de nuestra memoria colectiva,  y que Ángel nos ha regalado como “pequeños caprichos” para deleitar nuestros sentidos.

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