En la calle Santiago, donde hace solo dos semanas visitábamos la cueva de Natividad Cepeda, recalamos de nuevo para ver la de María José Ramírez López, una bella construcción de hace más de cien años que fue obra de sus abuelos, Pablo López y Encarnación Espinosa, con elementos arquitectónicos que le otorgan mucho encanto y esencia. La propietaria nos recibe con gran hospitalidad en una visita en la que vuelven a acompañar al periodista, la arquitecta, Ana Palacios, y el último tinajero de la ciudad, José María Díaz, para el que cada visita a una cueva es una fiesta por el amor que profesa a estas singulares construcciones.
La cueva forma parte de una casa deshabitada y comprobamos que el grado de conservación de la primera es mucho mejor que la segunda, otra prueba de la sabiduría de los que las hicieron, sin apenas medios. Accedemos por una escalera con una anchura aproximada de un metro, con peldaños desgastados por el paso del tiempo y paredes encaladas. Su entrada está cubierta por un arco achaparrado y en su parte final encontraremos otro arco, en este caso de medio punto, rematado por una pequeña baranda que hace un bonito efecto. En el punto central de la escalera encontramos la contramina, de unos cuatro metros de longitud, que nos conducirá a la parte superior.
La cueva contiene ocho tinajas de cemento y la del gasto. Son de cuatrocientas arrobas de capacidad y están pintadas en un tono sanguina. Este tono también aparece en el balaustre, muy bien conservado y en la modura. La forma de la cueva describe un cuadrado, no del todo exacto. De las ocho tinajas, tres fueron construidas por José María Díaz Benito, el padre de nuestro fiel acompañante, las otras cinco son obra de Ferris y según explica José María presentan su superficie en vaso, no les aplicaron la última capa. Deduce también el último tinajero que la cueva pudo albergar antes tinajas de barro.
El techo aparece en la pura tosca, horadado por una única lumbrera con desgarre piramidal que deja pasar el contundente sol de mediados de julio que contrasta con la oscuridad de otras zonas. En el suelo hay dos pozatas que socorrían al vinatero en caso de derrame. Hay restos de tapas de las bocas de las tinajas y alguna damajuana.
Nos cuenta la propietaria que a finales de los noventa, la cueva fue alquilada por la cooperativa para almacenar mosto ante la falta de envase. La temperatura será de unos doce-trece grados y, antes de marcharnos, acabamos admirando el conjunto de la cueva. La vivienda está en venta y los futuros propietarios bien harían en conservar este tesoro, el de las cuevas, que afortunadamente es mucho más apreciado y valorado ahora que antes.
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