Parecía, cuando empezaron, que con las redes sociales —uno
lleva en ellas desde que estaban todavía los pintores— la opinión pública se
amplificaría, ganando visibilidad y velocidad. Se esgrimía que iban a ser una
herramienta con la que las ideas de todas las personas, simplemente con una
conexión a internet, tendrían difusión global. De hecho, se manejaba el concepto
de periodismo ciudadano, apasionante en sus orígenes.
Tres lustros después, me atrevo a decir que aquel seductor
proyecto para compartir conocimiento ha devenido en un megáfono sin filtro, en
un patio de colegio a tiempo completo. Si antes la discrepancia era normal,
necesaria, enriquecedora incluso, por culpa de las redes las trincheras —sobre
todo las ideológicas, pero no solo ellas— son cada vez más profundas. Basta un
clic para que la mitad de la población se tire los trastos a la cabeza sin tan
siquiera haber leído el titular.
Para los medios, especialmente para los digitales, las redes
sirven para hacer llegar nuestros contenidos a más personas. Compartimos en
ellas las noticias, artículos, reportajes o flashes urgentes. Lo hacemos de mil
y una formas intentando conseguir más lectores. El proceso es siempre el mismo:
publicas la pieza periodística y esta se comparte en redes siguiendo el
protocolo de cada una de ellas (longitud del post, posibilidad de incluir un
enlace, o una foto, o que la entrada sea más o menos atractiva). Y de esa forma
tratamos de que, a través de Facebook, X, Instagram, WhatsApp o Telegram, al
lector le sea más cómodo llegar al contenido de la publicación.
Pero eso sería en un mundo ideal. En el que nos ha tocado
vivir es mucho más complejo.
Verán, la primera discordancia es que una parte importante
de los usuarios de las redes no va más allá del titular; no siguen el enlace y
se quedan con esa frase con la que tratamos de resumir la noticia (y eso que en
La Voz intentamos hacer los titulares descriptivos). Quédense con esa
premisa y nos metemos en harina.
Publicamos la noticia —da igual si es del gobierno, de la
oposición o del primo segundo de un concejal—, la compartimos en las redes y,
especialmente en Facebook, se activa un inexorable protocolo. Sin leer más allá
del contenido del post (y algunas veces, ni eso), primero llegan los
detractores, con emojis de enfado y con adjetivos de grueso calibre; enseguida
aterrizan los defensores, igual de exaltados, para plantar cara. A partir de
ahí, el guion es siempre el mismo: aumenta el tono, disminuyen los argumentos y
los emoticonos, gifs e insultos sustituyen al pensamiento (a la sana
discrepancia).
Una circunstancia frustrante para los periodistas. Y les
explico. Nos esforzamos (al menos en La Voz) por dar el mejor contenido
a nuestros lectores. Intentamos escribir bien, ser rigurosos y, sobre todo,
informar. Resulta descorazonador ver que todo ese esfuerzo se reduce a una
discusión sin fin sobre un titular. En ese sentido, tenemos el reciente ejemplo
de la Fiesta de las Letras. Trabajamos sobre el terreno para elaborar una
crónica que reflejase el acto más importante de nuestra feria, incluyendo el
discurso del mantenedor, que nos pareció impecable y que cualquier periodista
—de la ideología que fuese— habría firmado. El subsiguiente debate —bastante
agrio— en las redes sociales ha sido sobre la persona de Marhuenda: el
tertuliano, el polemista de derechas, el director de La Razón, y no
sobre lo que expuso desde el atril del Marcelo Grande. No sobre nuestra noticia.
Este que digo (y hay mil en sentido político contrario) es solo un ejemplo de
las trincheras a las que me refería más arriba.
Menos mal (sigo con el hilo) que Facebook, en su infinita
sabiduría, oculta automáticamente los comentarios con palabrotas. Qué detalle.
Aunque no evita que los administradores tengamos que moderarlos, limpiando el
barro e intentando impedir que el debate, político casi siempre, acabe siendo
un concurso de quién insulta con más arte. Por cierto, los que dan más trabajo
suelen ser siempre los mismos. Bueno, los mismos con nombres distintos y fotos
sacadas de Google en su mayoría. Perfiles falsos con el valor que presta el
anonimato y la educación que da la nada.
Aunque, de vez en cuando, ocurre el milagro y aparece la
sensatez. Hay debates sosegados, razonados y de guante blanco, en comparación
con los que digo, no quiero ser injusto. Y perlas como la del comentarista que,
en una recurrente trifulca sobre si eran galgos o podencos, soltó: “Os
desgastáis en enfrentamientos vanos. Sería mejor avanzar juntos. Vamos, creo
yo. Así le dais vidilla a los politiquillos de poca monta”.
Y lo clavó. Mientras en las redes seguimos midiéndonos las espaldas a garrotazos virtuales, los “politiquillos”, esos que decía nuestro paisano, sonríen. Tienen claro que una ciudadanía ocupada en insultarse a sí misma está más entretenida. Y así, entre un “me enfada” y un “me encanta”, nosotros, el pueblo, seguimos discutiendo si son galgos o podencos… mientras la liebre se nos escapa.
Cada semana, alternativamente, Carlos Moreno y un servidor reflexionaremos sobre temas de actualidad.
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Martes, 2 de Septiembre del 2025
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