La Voz en reflexión

Mientras discutimos si son galgos o podencos… la liebre se nos escapa

Francisco Navarro | Martes, 2 de Septiembre del 2025
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Parecía, cuando empezaron, que con las redes sociales —uno lleva en ellas desde que estaban todavía los pintores— la opinión pública se amplificaría, ganando visibilidad y velocidad. Se esgrimía que iban a ser una herramienta con la que las ideas de todas las personas, simplemente con una conexión a internet, tendrían difusión global. De hecho, se manejaba el concepto de periodismo ciudadano, apasionante en sus orígenes.

Tres lustros después, me atrevo a decir que aquel seductor proyecto para compartir conocimiento ha devenido en un megáfono sin filtro, en un patio de colegio a tiempo completo. Si antes la discrepancia era normal, necesaria, enriquecedora incluso, por culpa de las redes las trincheras —sobre todo las ideológicas, pero no solo ellas— son cada vez más profundas. Basta un clic para que la mitad de la población se tire los trastos a la cabeza sin tan siquiera haber leído el titular.

Para los medios, especialmente para los digitales, las redes sirven para hacer llegar nuestros contenidos a más personas. Compartimos en ellas las noticias, artículos, reportajes o flashes urgentes. Lo hacemos de mil y una formas intentando conseguir más lectores. El proceso es siempre el mismo: publicas la pieza periodística y esta se comparte en redes siguiendo el protocolo de cada una de ellas (longitud del post, posibilidad de incluir un enlace, o una foto, o que la entrada sea más o menos atractiva). Y de esa forma tratamos de que, a través de Facebook, X, Instagram, WhatsApp o Telegram, al lector le sea más cómodo llegar al contenido de la publicación.

Pero eso sería en un mundo ideal. En el que nos ha tocado vivir es mucho más complejo.

Verán, la primera discordancia es que una parte importante de los usuarios de las redes no va más allá del titular; no siguen el enlace y se quedan con esa frase con la que tratamos de resumir la noticia (y eso que en La Voz intentamos hacer los titulares descriptivos). Quédense con esa premisa y nos metemos en harina.

Publicamos la noticia —da igual si es del gobierno, de la oposición o del primo segundo de un concejal—, la compartimos en las redes y, especialmente en Facebook, se activa un inexorable protocolo. Sin leer más allá del contenido del post (y algunas veces, ni eso), primero llegan los detractores, con emojis de enfado y con adjetivos de grueso calibre; enseguida aterrizan los defensores, igual de exaltados, para plantar cara. A partir de ahí, el guion es siempre el mismo: aumenta el tono, disminuyen los argumentos y los emoticonos, gifs e insultos sustituyen al pensamiento (a la sana discrepancia).

Una circunstancia frustrante para los periodistas. Y les explico. Nos esforzamos (al menos en La Voz) por dar el mejor contenido a nuestros lectores. Intentamos escribir bien, ser rigurosos y, sobre todo, informar. Resulta descorazonador ver que todo ese esfuerzo se reduce a una discusión sin fin sobre un titular. En ese sentido, tenemos el reciente ejemplo de la Fiesta de las Letras. Trabajamos sobre el terreno para elaborar una crónica que reflejase el acto más importante de nuestra feria, incluyendo el discurso del mantenedor, que nos pareció impecable y que cualquier periodista —de la ideología que fuese— habría firmado. El subsiguiente debate —bastante agrio— en las redes sociales ha sido sobre la persona de Marhuenda: el tertuliano, el polemista de derechas, el director de La Razón, y no sobre lo que expuso desde el atril del Marcelo Grande. No sobre nuestra noticia. Este que digo (y hay mil en sentido político contrario) es solo un ejemplo de las trincheras a las que me refería más arriba.

Menos mal (sigo con el hilo) que Facebook, en su infinita sabiduría, oculta automáticamente los comentarios con palabrotas. Qué detalle. Aunque no evita que los administradores tengamos que moderarlos, limpiando el barro e intentando impedir que el debate, político casi siempre, acabe siendo un concurso de quién insulta con más arte. Por cierto, los que dan más trabajo suelen ser siempre los mismos. Bueno, los mismos con nombres distintos y fotos sacadas de Google en su mayoría. Perfiles falsos con el valor que presta el anonimato y la educación que da la nada.

Aunque, de vez en cuando, ocurre el milagro y aparece la sensatez. Hay debates sosegados, razonados y de guante blanco, en comparación con los que digo, no quiero ser injusto. Y perlas como la del comentarista que, en una recurrente trifulca sobre si eran galgos o podencos, soltó: “Os desgastáis en enfrentamientos vanos. Sería mejor avanzar juntos. Vamos, creo yo. Así le dais vidilla a los politiquillos de poca monta”.

Y lo clavó. Mientras en las redes seguimos midiéndonos las espaldas a garrotazos virtuales, los “politiquillos”, esos que decía nuestro paisano, sonríen. Tienen claro que una ciudadanía ocupada en insultarse a sí misma está más entretenida. Y así, entre un “me enfada” y un “me encanta”, nosotros, el pueblo, seguimos discutiendo si son galgos o podencos… mientras la liebre se nos escapa.

Cada semana, alternativamente, Carlos Moreno y un servidor reflexionaremos sobre temas de actualidad. 

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