Vuelvo hoy la mirada interior a un ayer desvanecido. Y en ese viaje al
ayer que aún palpita vivo, detengo mi vuelo y traigo al presente la estampa de
un médico en otro tiempo respetado y admirado: no por el prestigio y
reconocimiento que le otorgaba el título de licenciado
en medicina y cirugía, sino por su entrega, calidez, empatía en el
acompañamiento humano en la extraordinaria aventura de la existencia.
Del uno al otro confín del planeta, bajo cualquier tiempo, credo o
condición, se erige la figura del médico, chamán o curandero como centinela de
la salud o guardián de la vida. Y para todos ellos, la cura y sanación se
descubre y se revela en el inicio mismo de su aprendizaje como un arte y una
ciencia de exigencia infinita. En este camino
de perfección no tiene como objetivo primigenio la búsqueda del prestigio o
la gratificación material. Guía el afán del saber y el hallazgo del
conocimiento que no admite sino vocación, dedicación y entrega, pero no podemos
olvidar la tierra que los sostiene: su labor no es gratuita. Deben vivir,
obtener su sustento y el de los suyos, pues incluso la vocación más pura
convive con la necesidad de pan y techo.
La
voluntad de entrega no permanece siempre pura: surgen pues otros intereses y
ambiciones que desvían el foco del acompañamiento y la empatía que inicialmente
guiaban al médico. El espíritu que conecta a quienes realmente abrazan la
profesión persistirá siempre: la atención al dolor, la compañía en el viaje de
la existencia, y la presencia silenciosa y resiliente mantiene vivo el legado
humano de su vocación, sin embargo no solo de pan –o aplausos– vive el médico.
“El oficio de médico de aldea era entonces...
difícil, mal pagado, trabajoso y de gran responsabilidad…” —
escribía Baroja. Con esa dureza noble como trasfondo, el médico rural se
presentaba en otro tiempo sin artificios, recibía “la iguala”, y en época de
matanza, tal vez, se sentía afortunado. Camuflado en la vida cotidiana,
compartía café, escuchaba secretos y acompañaba el dolor con una calma
legítima. Como decía el propio Baroja, su escepticismo no era actitud cínica,
sino escudo: el que lo salvaba de cometer “disparates”.
El de la
capital, en cambio, se convertía cada consulta en toda una peregrinación: con
puros humeando en la estancia, asistido por su enfermera, nos mostraba nuestro
interior en la fría luz de una pantalla de rayos X, y los “dineros del atillo”
se entregaban, casi ceremoniosos, por aquel arte de contemplar y curar.
Médico
igual era también el afamado especialista, pero su prestigio se extendía más
allá de fronteras y consultas locales: a través de colegas, hospitales y
literatura especializada, se había convertido en una autoridad del saber sobre
una materia concreta. Su mundo se entrelazaba con el de otros compañeros
dispersos por el planeta, dominaba idiomas como el inglés o el francés, y el
“atillo” debía ser algo más sacrificado. Todo ello, no obstante, sostenido y
justificado por la convicción de que el mal estaba siendo evaluado y tratado
por la más alta instancia del conocimiento médico.
El marco
parece claro y diáfano: allí donde habita la enfermedad, la medicina se erige
como la vía hacia la solución, y es el médico quien ha de hallarla. Pero
incluso el especialista más reputado no es omnipotente o indiscutible; no es un
oráculo infalible ni un témpano de hielo oculto tras la bata blanca y el frío
metal del estetoscopio. El médico también sufre, duda, se equivoca, se angustia
y carga con su íntimo y tenebroso rincón de temores.
Si
llevamos al extremo la afirmación de que lo científico es, por esencia, materia
de discusión, entramos en un terreno delicado. Porque si bien la práctica
médica puede —y debe— ser debatida, interpretada y valorada, lo que no resulta
aceptable es reducirla a un mero juego de cifras y medidas al alcance de
cualquiera. La medicina no es una tabla de contabilidad ni un algoritmo
simplista: es un arte riguroso que exige respeto, confianza y humanidad. El
médico se forja durante muchos años de estudio y aprendizaje. Entre guardias
interminables, noches sin descanso y la responsabilidad directa sobre
pacientes, se templa el alma y se perfecciona el conocimiento. Es ese esfuerzo,
esa vocación y ese conocimiento adquirido es lo que distingue la autoridad real
del simple comentario o juicio de valor, y recuerda que no todo el mundo tiene
la potestad de juzgar lo que requiere tanto sacrificio y entrega.
La luz del
día se inclina sobre los campos y los pueblos y me devuelve la figura del
médico rural, caminante silencioso de senderos y caminos polvorientos. No hay
bata que lo haga grande, ni estetoscopio que mida su valor: su grandeza está en
la memoria de cada puerta que ha cruzado, en la historia de cada nombre que
guarda y le acompaña. Y con esa imagen como punto de partida de mi reflexión,
pienso en lo mucho que ha cambiado el mundo, los nuevos fármacos, las máquinas
que hablan con voces metálicas, los servicios que relucen como palacios de
orden y modernidad, y la inteligencia artificial que ha llegado para quedarse.
Nada de todo esto ha de cambiar la esencia de lo que verdaderamente importa: él
médico debe ser atemporal. El médico es aquel que conoce la historia de cada
parroquiano, el que escucha con la paciencia que otorgan los siglos, el que
siente el peso del dolor, y la alegría compartida, el que guarda secretos y
temores en su rincón más íntimo, y el que no se rinde ante la incertidumbre.
Su ojo
clínico es faro humano en la vastedad del conocimiento; la ciencia es
discutible, valorable y opinable, pero la humanidad que ofrece no se puede
medir ni cuantificar. En medio de un mundo que se apresura hacia lo impersonal,
debemos reconocer su valor, ofrecerle apoyo, comprensión, gratitud y respeto.
El médico es, y debe ser, un custodio de la vida, de la memoria y del alma,
irreemplazable en su entrega, eterno en su vocación y en el espíritu galénico.
Cuidarlo no es un acto de indulgencia: es un deber ético, un reconocimiento de
que la medicina solo puede brillar si quienes la practican son sostenidos,
protegidos y valorados. Así sea.
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Lunes, 8 de Septiembre del 2025
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