Hay un miedo que atraviesa a toda la humanidad, más antiguo que cualquier religión, más persistente que cualquier ideología: el miedo a la muerte. Ese vértigo silencioso que, aunque lo neguemos, late en la raíz de casi todas nuestras decisiones. No importa cuánto avance la ciencia, ni cuántas palabras dulces inventemos para rodear el hecho: morimos. Y lo sabemos. Y ese saber nos acompaña como una sombra.
Desde la psicología existencial, autores como Irvin Yalom han señalado que la conciencia de la muerte es un núcleo irrenunciable de nuestra condición humana. No es un accidente de la cultura ni un error de interpretación; es una certeza que nadie puede arrancarse de dentro. Frente a ella, elaboramos estrategias: distraernos, producir, amar, crear, rezar, competir, negar. Pero todas esas formas de vivir están teñidas, en alguna medida, por el intento de suavizar la herida de lo finito.
El miedo a la muerte no es, en realidad, miedo a un final en abstracto, sino al desgarramiento de la continuidad del yo, al vacío que sigue tras la última respiración. Es la pérdida de control llevada a su extremo: ninguna voluntad, ninguna inteligencia, ninguna acumulación de méritos puede evitar ese desenlace. Ahí radica su brutalidad: nos enfrenta con nuestra absoluta impotencia.
Sin embargo, ese mismo miedo puede ser semilla. Frente a lo inabarcable, la vida se vuelve más real. Kierkegaard ya lo intuía cuando hablaba de la angustia como el maestro más fiel: quien no rehúye la mirada hacia el abismo, aprende a amar más intensamente lo que tiene entre las manos. El miedo a la muerte, en lugar de ser un enemigo a batir, puede ser un faro que nos recuerde la fragilidad de lo cotidiano: un beso, un gesto, la voz de un ser querido.
La cultura contemporánea nos empuja a anestesiarnos, a volver la muerte invisible, confinada a hospitales y a eufemismos. Pero cuando expulsamos la muerte de nuestra conversación, cuando la exiliamos de nuestros ritos, solo logramos darle más poder. Nos domina desde lo oculto. Quizás lo más sano sea integrarla, hablarla, pensarla, poetizarla. Dejar que tenga un lugar en la mesa.
Porque aceptar la muerte no significa resignación, sino lucidez. Significa recordar que la vida no es infinita, que cada día consumido no vuelve, que todo lo que somos está hecho de tiempo prestado. Y esa conciencia —tan insoportable y, al mismo tiempo, tan fértil— puede transformar nuestra forma de vivir.
El miedo a la muerte no desaparecerá nunca. Es inherente a la condición humana. Pero podemos dialogar con él, en lugar de huir. Podemos dejar que nos enseñe, que nos acerque a lo esencial, que nos devuelva la medida de lo que importa. Al final, el miedo a morir es también el recordatorio más radical de que estamos vivos.
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