“Por favor, tendero, véndame un kilo de Silencio".
- ¿Cómo dice? -, respondió el tendero alto y hombretón mientras colocaba el último bote de Simpatía en el estante superior.
- Sí, por favor; quiero un kilo de Silencio -, con la impaciencia que producen los estados de nervios incontrolables.
- ¿Qué pagará por ello? Sabrá que lo que me pide es mercancía difícil de conseguir. Cada vez hay que ir más lejos a pescarla, y en caso de siembra es de larga maduración. Todas las plagas le afectan...
- Lo que sea daré, pero, véndame un kilo de Quietud.
El tendero, de estatura envidiable, de anchos hombros, ojos penetrantes y buen comerciante, miró de alto en bajo a la posible compradora: llevaba zapatillas de andar por casa, bata de andar por casa, manos de trabajar en la casa, y, unos pelos que indicaban que desde algún tiempo no salía de casa.
- A ver; enséñeme lo que trae en esos dos sacos que lleva en las manos.
La clienta depositó el primer saco mayor sobre el mostrador de madera vieja, gastada ya por el uso y el roce de otros muchos sacos:
- Mire, aquí traigo el bullicio y escándalo de los hijos.
- Sabrá usted, señora, que a más ruido que entregue, la cantidad de mercancía disminuirá. Ahora le daré 750 g. de Silencio.
- Ya, ya, pero qué se le va a hacer - decía la señora, mientras sacaba más ruidos del saco, con resignación y en baja voz -, aquí le dejo el sobresalto del frigorífico, el centrifugado de la lavadora, los portazos de las puertas, el silbido de la olla exprés. Ah, y, también, los ladridos del perro, las riñas de los gatos
en celo, el llanto torturador del bebé y las voces de los vecinos.
- ¿Y su marido?, ¿él no grita?
- ¿Él?, no; pasa poco tiempo en casa, sabe usted; no se le oye mucho.
-Bien, todo esto reduce la cantidad de lo que me pide a… veamos...
-decía haciendo cuentas con su temida calculadora -, quinientos gramos, sí, eso es. Miremos, ¡¿qué tenemos aquí?! pero si es el parloteo del televisor. ¿Tantas horas?
- Sí, tantas horas...
- Pues, con todo esto, solo podré darle finalmente... un cuarto.
- ¿Nada más? - preguntó entristecida, la mujer.
- Nada más - dijo rotundo, el mercader -. Pero usted traía otro saco ¿no?
- Ah, sí, es éste - poniendo el saco más pequeño al lado del otro.
- ¿Y qué es? Echemos un vistazo. Oh, esto no está nada bien - repetía el muchachón corpulento y fuerte -, éste es el saco de sus propios gritos desesperados y las llamadas desgañitadas en la escalera. Lo siento - dijo finalmente y desviando la mirada a la báscula mientras la madre, con los ojos bajos y avergonzados por su propia culpa, esperaba-, solo le daré un gramo de Silencio. ¿Lo toma o lo deja?
La compradora extendió una cajita blanca nacarada. Después de que el aprovechado vendedor depositará en ella el valioso gramo de Silencio, se la acercó al pecho satisfecha y dispuesta a marcharse cuando escuchó la última pregunta: Y, dígame, ¿qué va a hacer; para qué lo quiere?, ¿para los niños?
La mujer no contestó; solo se limitó a lanzarle una mirada de que, en el caso de poder acuchillar con ella hubiese dejado partido en trocitos al comerciante.
Ya en casa, encerrada en la habitación más pequeña, abriendo la cajita de nácar con sumo cuidado, puesta de rodillas y con tono reverente, comenzó:
"Padre nuestro..., danos la paz, el
sosiego y la tranquilidad que nos falta
en estos días..., porque tuyo es el Reino,
el Poder y la Gloria..., el Cielo y ...
el SILENCIO.
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Jueves, 25 de Diciembre del 2025
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