Cuevas

En la cueva de Agustín Moreno “Cota”, una joya de 1917

Carlos Moreno | Sábado, 8 de Febrero del 2020
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La cueva de Jesús y Carmen que hemos tenido oportunidad de visitar en la calle Oriente hoy, rezuma tradición tomellosera desde el propio árbol genealógico de los propietarios. El primer vinatero que trabajó en la cueva fue Agustín Moreno “Cota”, abuelo de Carmen y  tío de Pablo Moreno, el hombre que construyera el imponente bombo del Museo del Carro. Una inscripción  revela la fecha de su construcción, 1917, con lo que nos encontramos en una cueva centenaria que antes tuvo tinajas de barro.

Jesús y Carmen nos han abierto la puerta de su casa con una hospitalidad que nunca dejaremos de agradecer. La cueva se encuentra en perfecto estado de conservación: paredes bien encaladas, un techo en la tosca que no presenta desprendimientos, los peldaños de la escalera en perfecto estado y también otros elementos de esta cueva como el empotrado, el balaustre, el desgarre de la lumbrera, el propio suelo y los pocillos.

La cueva guarda trece tinajas de cemento de quinientas arrobas cada una, que traducido a litros, daban cabida a 8.000 litros, “esta era una cueva de pichulero buenecico”, asegura con su habitual gracejo José María Díaz. Justo en la bajada de la escalera aparece también la tinaja del gasto más pequeña, si bien José María  apunta que los primeros vinateros tomelloseros empezaron a elaborar vino en estas tinajas más pequeñas. En la cueva permanecen otros curiosos elementos como dos ventiladores que están colocados al principio y al final de la escalera, numerosos bombonas, algunas de ellas revestidas con esparto, tapas de goma y anea y un codo de cobre.

Recuerda Jesús las bondades del vino que se criaba en estas tinajas, vino totalmente natural que era una delicia beberlo “y que podía durar hasta dos años”. Y  elogia también la habilidad de aquellos hombres que siempre encontraban soluciones a cualquier problema que se les planteaba, como por ejemplo, la rotura de una tinaja que solucionaban dando una mayor altura a la parte central del suelo para que el líquido se recogiera en los pocilloso o las pajas de azufre que utilizaban para conservar en buen estado de salud el mosto que fermentaba.

El techo, en la pura tosca, está perfecto, horadado por una lumbrera de desgarre trapezoidal que la propietaria siempre tiene abierta para que la cueva  ventile bien. Los rabos que separan unas tinajas de otras son estriados. El balaustre, precioso, está pintado en verde  y el empotrado en un granate burdeos que  dan a la construcción unos tonos de color muy agradables.

No  tarda en descubrir José María algunas de las reformas que se fueron realizando en la cueva a lo largo del tiempo. Una de las más importantes fue adaptarla para que acogiera tinajas de cemento. “El traslado y colocación de las tinajas de barro era un trabajo muy penoso y hasta peligroso”, asegura nuestro experto que rememora con emoción el trabajo inmenso de quienes construyeron las cuevas, picadores y terreras, y de los que posteriormente trabajaban en ellas.

Nos detenemos ante un pequeña fresquera, “los frigoríficos de entonces” dice alguien. Como en otras ocasiones vuelve a aflorar el dato del número de cuevas que hubo en Tomelloso, unas dos mil doscientas, lo que significaba que cada agricultor dormía sobre su vino hasta que la irrupción de las cooperativas fue acabando con este sistema. La cifra demuestra también que todos los tomelloseros venimos de la cepa.

Acaba la visita y los propietarios apuran su amabilidad exquisita invitándonos a unas pastas que acompañamos con una mistela de Soleras de Tomelloso, la marca actual de las bodegas de Miguel Abad. Es el broche perfecto a la visita a una gran cueva que sigue cuidando con mimo la familia. De hecho, varias veces recuerdan a José María que quieren formar parte de la Asociación de Propietarios, ese hermosos proyecto que está poniendo en valor estas singulares construcciones. 


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