Opinión

La mierda de los perros

Dolores la Siniestra | Viernes, 14 de Febrero del 2020
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A mí los animales no me gustan mucho. Entiendo a ésos que dicen que les hacen mucha compañía y que pueden tratar con ellos como, o mejor que, con un humano –bueno, eso lo respeto, pero, la verdad es que no lo entiendo-, y, además, ahora, en esta vorágine de buenismo en el que nos encontramos cualquiera sería capaz de enarbolar un alegato contrario a las alimañas.

Hasta dónde estará llegando la locura con las mascotas que mi hija, toda ilusionada, me enseñó una “story”, de ésas del Instagram, colgada por un surfista de no sé dónde, en la que se le veía cómo acudía a un supermercado de la zona, compraba algo parecido a un carabinero, lo mantenía vivo, cogía su pasaporte, traspasaba todos los controles del aeropuerto, volaba hasta un sitio con mar, y con mucha música de esta enternecedora de fondo, lo soltaba en el mar en un atardecer bucólico.

Ojo que el surfista estaba de buen ver –por tratar de justificar la caída de bragas de mi hija- pero el episodio es de psiquiatra de pago, de los buenos, además. Mucho desperdicio, pensé, de carne y de marisco.

Pues eso, que les decía que cualquiera menos yo es lo suficientemente cuerda como para escapar de esas redes de la política corrección. Y es que, como habrán venido observando, no necesito afeites en la lengua pues no acostumbro a observar pelos en tal región –y mejor no sigo ahondado en el asunto, que alguno ya estará buscando paralelismos y analogías impropias.

Les digo esto porque la otra mañana, cuando iba de camino al trabajo, por la calle del Matadero, me encontré con una señora que sacaba a pasear a su perro –Fifi, según se encargaba de pregonar a voz en grito. Que si Fifi cuidado la acera, que si Fifi no me hagas esperar, que si Fifi qué hermoso eres…

Eran las nueve menos diez de la mañana y yo llegaba muy apurada a la oficina. Y ni Fifi, ni su dueña, tenían mucho interés en despejar la acera, especialmente porque el cánido despatarró de las traseras y alivió una mierda como el sombrero de un picador. La pestilencia, como podrán imaginar, fue de órdago. 

La dueña, como si por ensalmo hubiera sido activada por la mayor de las energías, emprendió un rápido caminar, tironeando de la correa a Fifi y, ante ésas, con la mejor educación de la que pude hacer gala, le espeté: “Señora, que se deja aquí el mandado de su Fifi. Recién horneado”. 

La señora, con mucho enfado, me llamó entrometida –vamos, me dijo “licinciá”- y me invitó a que me metiera en mis asuntos. 

Y ahí, quizá, me enfadé. Una pizca. Apenas, un segundo. La sujeté del brazo, mientras el dichoso Fifi se enredaba en mis piernas, dando más vueltas que un tiovivo en una feria, y le dediqué unas palabras: “Mire usted. A mí me trae al pairo, si desea tener un perro, un gato, una oveja o pasear a un cerdo balinés, que de todo se ha visto por este pueblo ya. Ahora, si su Fifi éste –de los cojones, creo que le apellidé- se caga en la calle, usted agacha el lomo y se lleva la mierda a su casa. Si quiere, no lo haga ni por educación, ni por educación, hágalo por sentido de la propiedad porque, al fin y al cabo, la deposición es de su –puto, de nuevo un epíteto algo soez que se me escapó- chucho”.

La tipa, que aguantó estoica el chaparrón, me dijo que yo era una malfollá –y ya saben que en eso se equivoca, porque ando servida en ración de doble plato-, y que la mierda se iba a quedar ahí. 

Sujeta, como la tenía del brazo, saqué mi móvil y llamé a la Policía Municipal y, cuando la paseante se dio cuenta de que la bromita del perro igual no acababa como ella deseaba, saco una bolsita de plástico verde de un aparato con forma de hueso que pendía de la correa de Fifi, desanduvo sus pasos y recogió la obra de arte de su amado perro. 

Yo, que ya llegaba tarde, aceleré el paso y conté, en poco más de diez minutos, cuatro mierdas dejadas en las calles y, al menos, trece o catorce meadas, presumiblemente de animal, vayan ustedes a saber si humano o no. Por alguna extraña razón, quizá por esa política de la corrección que antes les señalaba, creo que aguantamos ahora lo que nunca antes, hasta que nos conviertan las calles en un enorme urinario para mascotas tratadas a cuerpo de Sha de Persia. 

Pedí perdón a mi jefe por el retraso y le aseguré que me quedaría los minutos que me había demorado por el episodio de marras. Cuando se lo conté, a mi superior le demudó el rostro, especialmente cuando le relaté que el bicho respondía al nombre de Fifi. 

“Los cojones… pero si es mi perro”. 

“De su mujer, jefe, de su mujer. Que yo sé, de sobra, que usted cumpliría, como buen ciudadano, con las labores higiénicas”.

Mi jefe asintió y, como en un hilo de voz, concluyó: “Aunque se me antoja raro, porque ella siempre lo lleva al “pipi-can” que puso la Alcaldesa”.

Ahí, ahí, donde los niños también se rebozan entre los excrementos y los meados de los perros, pensé. Pero eso, para que nos vamos a engañar, no se lo comenté, que ya bastante lleva el pobre con lo suyo. Agaché yo también mi lomo y empecé a despachar la correspondencia del día.   

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