Opinión

El nacimiento de la muerte (Tomelloso, La Mancha, año 2049)

Dionisio Cañas | Martes, 27 de Octubre del 2020
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El coche negro de las calaveras se paró a unos cien metros de su casa. Encima de cada faro del coche los cráneos de metal pulido brillaban con la luz de la luna llena. Cuatro jóvenes barbudos, vestidos de negro de arriba abajo, con turbantes negros, botas militares negras y ametralladoras electrónicas colgadas del hombro, salieron con un gran tambor también negro. Era un grupo de la Policía de la Ley Islámica que venía de Jaén. Se acercaban pisando fuerte y uno de ellos hacía sonar el gran tambor que anunciaba la próxima ejecución de algún infiel. Por la antigua Calle Mayor, que luego se llamó Francisco García Pavón y que ahora se llamaba Calle del Ayatolá Jomeini, retumbaba el macabro tambor como un trueno repetido. Detrás de las persianas metálicas los cristianos, que habían sido forzados a convertirse al Islam, temblaban dentro de sus casas pensando que venían a por alguno de ellos. Pero cuando el sonido del tambor pasaba de largo por la puerta de sus casas, respiraban hondamente y murmuraban en español haciéndose la pregunta habitual: “¿A quién le tocará esta noche?”

De repente el tambor negro dejó de sonar frente a su casa. Llamaron al video-timbre de la puerta. Él vio en la pantalla el rostro de un joven barbudo de ojos azules y preguntó en árabe por el micrófono que quién era. El que parecía ser el cabecilla de la Policía de la Ley Islámica, sin responder a su pregunta dijo en árabe con acento alemán:

—¿Vive aquí Dionisio, “El Sodomita”? —él les respondió que no, que Dionisio había muerto hacía ya muchos años.

—¡De todos modos, ábrenos, queremos verte la cara! —dijo el policía.

Cuando abrió la puerta se quedaron un poco sorprendidos al verle: era un viejo de barba blanca y pelo largo también blanco. Ese mismo día Dionisio cumplía cien años.

Su perra, Kamar, una galga negra, lo miraba con extrañeza. Él se vio reflejado, con su barba blanca y su pelo largo canoso, en los ojos aterrados de la perra por el ruido del tambor. Eran las cuatro de la madrugada y los dos sabían que iban a morir.

Con cara de asco miraron a la perra que se resguardaba detrás de Dionisio quien estaba vestido con una larga túnica de lana gris con capucha. La perra, temblando, había asomado la cabeza y los miraba asustada.

—¿Y ese viejo perro, de quién es? —le preguntó otro de los policías.

—Era de Dionisio —les respondió él.

—¡Danos el perro! —le increpó con violencia uno de ellos.

Él les entregó la perra que me miraba con ojos implorantes como diciéndole “no me abandones, me van a matar”. Y, en efecto, allí mismo, delante de la puerta, sacaron un cuchillo de caza, degollaron a la perra y la dejaron en el suelo desangrándose.

La perra miró a Dionisio fijamente antes de morir. Él la miró a ella y vio en sus ojos cómo se reflejaba la luna llena. Se le saltaron las lágrimas y se mordió la lengua para no gritarles “¡hijos de puta!”… Durante unos segundos un silencio abismal lo separó de aquellos monstruos hasta que decidieron marcharse.

A pesar de que Dionisio se había hecho musulmán mucho antes del año de la invasión (por convicción, no por obligación), era bien conocido en el pueblo que él formaba parte de una antigua hermandad sufí, la de Los Repudiados, muy perseguida primero por los Hermanos Musulmanes y después por el Tribunal de la Ley Islámica. A muchos de sus compañeros los habían decapitado porque, a pesar de que en la intimidad eran unos buenos musulmanes, su comportamiento social les parecía aberrante. En la península les llamaban “La Secta del Perro Español”, porque pensaban como los antiguos cínicos griegos y porque, además de seguir las normas de total libertad que habían aprendido de Los Repudiados musulmanes, adoraban al mártir español, Juan Goytisolo, que había sido asesinado por los Salafistas en Marruecos en la segunda década del siglo veintiuno.

También se sabía en el pueblo que en su casa se hablaba español e inglés, dos lenguas absolutamente prohibidas por El Líder Supremo del Estado Islámico que, desde el año de la invasión, había impuesto el árabe como la lengua oficial de la República Islámica de Al-Ándalus. Por otro lado, se rumoreaba entre los más devotos que Dionisio poseía una biblioteca de libros electrónicos con todos los volúmenes prohibidos de los místicos cristianos, judíos y musulmanes, y libros profanos occidentales de poesía, de filosofía y de arte.

Al principio de la invasión, algunos vecinos habían denunciado a Dionisio a través de la Red Islámica de Internet porque durante todo el año, en las noches de luna llena, este invitaba a hombres y mujeres jóvenes de la secta, o a simples simpatizantes, y todos bailaban desnudos en el patio escuchando música occidental, bebiendo vino y gritando “Dios es Grande”. Algunos sospechaban que hasta se besaban y hacían el amor entre ellos y ellas, sin distinguir si lo hacían con un hombre o con una mujer.

—Y tú viejo, si no eres Dionisio, ¡¡¿quién eres!? —le gritaron mientras volvían hacia el coche de las calaveras riéndose a carcajadas.

—¡Yo soy Chaddad, hijo de Aus, —les gritó Dionisio— nacido en Palestina y traído aquí de niño por la benevolencia de Dios y del Profeta! ¡Alabado y Enaltecido Sea!

Ellos siguieron andando hacia al coche de las calaveras bromeando y riéndose.

Aquellos Policías de la Ley Islámica, de origen alemán, eran tan jóvenes, tan ignorantes, tan estúpidos, que no se dieron cuenta de que ni Dionisio era Chaddad ni tampoco era palestino y que, en efecto, él era Dionisio, “El Sodomita”, quien había estado casado con Verania, el mismo que había hecho orgías en las noches de luna llena, quien tenía oculta una enorme biblioteca de libros electrónicos prohibidos, que escuchaba música profana occidental y que cuando era más joven se masturbaba en público, aunque siempre rezaba en privado, que había amado a los vagabundos de Manhattan como a sí mismo, que había consumido todo tipo de drogas y que seguía bebiendo vino, que nunca iba a la mezquita y que algunas noches dormía con su perra en los basureros del pueblo porque así estaba más cerca de Dios y del Profeta. ¡Alabado y Enaltecido Sea!

Lavó su perra hasta que no le quedó ni una gota de sangre sobre el cuerpo. La besó en la cabeza. La envolvió en una sábana blanca. Hizo una pequeña fosa en el patio junto al pozo y a la higuera centenaria que habían plantado sus abuelos. La enterró con la misma parsimonia que hubiera enterrado a una persona. Le cantó la primera aleya del Corán en árabe y, también, un “Padrenuestro” en español, y volvió a entrar en su casa.

Después de lavarse las manos de la sangre de la perra, levantó la baldosa donde tenía el pequeño ordenador portátil que se recargaba con una placa solar desplegable y en el que estaba escribiendo sus memorias en la vieja lengua española del siglo veinte, pero con caracteres árabes. Cogió su destilador de agua, unas cuantas pastillas alimentarias para sobrevivir algunas semanas y un cartón de paquetes de cigarrillos americanos que tenía escondidos entre sus libros sagrados.

Antes de que amaneciera, se fue andando por los caminos hasta llegar a su refugio de piedra (en aquellas tierras lo llamaban bombo o tombo) que estaba entre los viñedos abandonados. Allí estaría a salvo por un tiempo, podría terminar de escribir sus memorias y enviarlas por Internet a lo poco que quedaba del mundo occidental antes de que algún campesino lo denunciara, o que el Vigilante Rural del Estado Islámico descubriera lo que estaba haciendo…

Pasaron los meses, Dionisio estaba paralizado por el miedo, no alcanzaba a escribir una línea. Rezaba, meditaba en silencio, cantaba, bailaba con la música sufí, rezaba, meditaba, rezaba, meditaba, cantaba, bailaba… Por fin en una noche de aquel verano, sin luna en el cielo, al final del Ramadán, bajo una lluvia de estrellas, envuelto en un resplandor que él pensaba que era un meteorito que iba directamente hacia él, se le apareció El Ángel de la Muerte y le dijo: “Saca del oído de la conciencia el algodón de la negligencia, de manera que puedas escuchar la sabiduría de los muertos”.

Al día siguiente Dionisio se levantó temprano, el sol no salía hasta una hora después. Había ayunado durante el Ramadán, aunque no estaba obligado a hacerlo porque era muy viejo. Desde que se convirtió al Islam solía comer lo estrictamente necesario y alguna que otra pastilla alimentaria. Se comió un ajo negro de las Pedroñeras, un pueblo cercano a Tomelloso: “Ajo Negro. Sabor suave. No repite. Alto contenido en Potasio. Fuente de Zinc. 100% natural” (En la caja todo estaba escrito solo en árabe). Para despertarse se fumó dos o tres cigarrillos americanos que le quedaban, algo que estaba totalmente prohibido por el Estado Islámico. “¡Que se jodan! —se dijo a sí mismo—. ¿Por qué prohibir cosas que nada tienen que ver con Dios?” Regó sus plantas antes de que saliera el sol. Vació su cerebro de toda preocupación o pensamiento y se puso de rodillas, postrado con la cabeza en el suelo, en dirección de la Meca, empezó a rezar en árabe. De nuevo se le apareció El Ángel de la Muerte…

Aquel mismo día, cuando se puso el sol, Dionisio se desnudó por completo, salió de su refugio de piedra y se tiró sobre la tierra bocarriba con los brazos abiertos. Pronto se hizo de noche, las estrellas empezaron a verse y también la vía láctea. Abrió los ojos y vio el Universo en su esplendor nocturno. Estuvo mirando el cielo durante horas para que se metiera toda esa belleza dentro de él, como esperando algún acontecimiento con el que había soñado toda su vida… Y entonces se le apareció el Ángel de la Muerte.

—Tus oraciones han llegado hasta mí. ¿Por qué quieres hablar con los muertos si todos son infieles? Los ángeles Múnkar y Nakir ya les hicieron las preguntas pertinentes en sus tumbas: “¿Quién es tu Señor? ¿Cuál es tu fe? ¿Quién es tu profeta?” ¿Por qué no hablas con los muertos que eran buenos musulmanes? Ya sabes lo que dijo Saadi de Shiraz, cuya tumba tú visitaste: “Saca del oído de la conciencia el algodón de la negligencia, de manera que puedas escuchar la sabiduría de los muertos”.

—Ya esa sabiduría de la que me hablas la aprendí de los sufíes, pero es que hay algunos asuntos relacionados con la vida de mis padres antes de que yo naciera que solo esos muertos infieles me los pueden aclarar —respondió Dionisio.

—Te insisto, los dos ángeles que pueden hablar con los muertos en sus tumbas son Múnkar y Nakir. Tú no eres un ángel y no tienes derecho a hablar con los muertos.

—Múnkar y Nakir se me aparecieron en un sueño y me dijeron que a pesar de que todos esos muertos con los que quiero hablar son unos infieles, están en La Espiral de la Memoria de la Muerte.

—Ese es un secreto que solo los sufíes conocen. Tú debes ser un escogido. Está bien, pero apresúrate porque yo necesito llevarte a tu residencial final.

El Ángel de la Muerte, con su oscuro plumaje y el rostro velado, se esfumó de la mente de Dionisio como una niebla que lentamente se repliega hacia su centro hasta convertirse en un pequeño punto luminoso en el cielo nocturno. ¿Lo había soñado o realmente vino a visitarle? Todas estas patrañas de ángeles y santos, paraísos e infiernos, era algo en lo que él no creía. Tenía fe en Dios, eso sí, y en el Profeta (¡Alabado y Enaltecido Sea!), pero el resto de las religiones del libro le parecían más bien leyendas que verdades, como sí era verdad la que le dictaba el corazón: “piensa bien, habla bien, actúa bien”, esta era su única religión.

Dionisio estuvo agonizando todo el día. Cuando se puso el sol se desnudó por completo, salió de su refugio de piedra y se tiró sobre la tierra bocarriba con los brazos abiertos. Pronto se hizo de noche, las estrellas empezaron a verse y también la vía láctea. Abrió los ojos porque sabía que era la última vez que iba a ver el Universo en su esplendor nocturno, para que se metiera toda esa belleza dentro de él. Una espiral luminosa lo envolvió y lo arrastró hacia arriba, en ella estaba Verania, Freddy y los demás vagabundos de Nueva York, todos los lugares donde había estado, de día y de noche, en Manhattan, la estación de trenes Grand Central, las calles y los edificios de Nueva York, la calle y la casa donde nació en Tomelloso, sus padres, sus hermanos y hermanas, su cuñada, sus amigos y amigas… No sabía lo que le estaba pasando ni dónde estaba cuando apareció el Ángel de la Muerte y cogiéndolo de la mano le dijo: “Vamos, la Muerte está a punto de nacer”.

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