Opinión

Indelebles recuerdos de antaño (II)

Salvador Jiménez Ramírez | Martes, 20 de Junio del 2023
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Fue aquél, un día de cacería u “ojeos” un tanto aciago, en el coto “El Pedrosillo”… Los “ojeadores” partimos al amanecer, montados en los remolques de dos tractores, para “ojearles” perdices a los dueños y nuevos invitados… En uno de los vehículos estuvo a punto de producirse una desgracia… No recuerdo bien si el volquete en cuestión marchaba delante o detrás del que yo iba… Aquella amanecida había una escarcha-helada, que engalanaba el matorral con enramados plumones y cencelladas de hielo, que congelaban hasta nuestro resuello y las sensaciones de nuestro mundo anónimo, esclavo, peregrino, ignorado, barato… En el tractor, el día anterior, habían transportado bidones con combustible, para abastecer la maquinaria agrícola de la finca… El mucho traqueteo por aquellos caminos de firme exfoliado, taladrados de baches e incontables jorobas de riscos, ocasionó la pérdida de materia inflamable, extendiéndose, impregnando restos de basura y paja acumulados en abolladuras y rendijas de la carrocería… Varios “ojeadores” fumaban con desazón, exhalando impetuosas bocanadas y aliento de humazo, para deshelar la escarcha acumulada en la abertura y paño del “pasamontañas” que les cubría la cabeza. Uno de los “ojeadores”, de manera impremeditada, posiblemente, (alguien dijo que intencionadamente) arrojó una colilla o una cerilla en el pajón, que rápidamente entró en ignición, chamuscando bien a los “ojeadores” más lerdos y mayores, que tardaron en apearse por los laterales del remolque… Aquel día se habían echado tres ojeos por la mañana y la comida de los señores ya estaba a punto de bocado… Al caer la tarde se habían “cobrado” unas setecientas cincuenta perdices. Era como un ineludible precepto que, en la mayoría de las cacerías, a la hora del condumio, guardas, encargados, gestores o tratantes de lo cinegético, cachearan los macutos de los “ojeadores”, para requisarle perdiz, conejo o liebre que el “ojeador” había apiolado con el sistema del garrotazo, en el transcurso del ojeo o en la “rebusca”, una vez terminado el ojeo. En aquella cacería hubo suerte, no cachearon a nadie y los “ojeadores” no podían disimular su contento, ya que, quien más quien menos, todos escondían pieza en el talego… Los venadores pimplaron y llenaron la andorga de lo lindo, en una adornada mesa donde no faltaba detalle y hasta los manjares más exquisitos se mordisqueaban y no se ingerían del todo... En nuestros zurrones y merenderas solo unas tajadillas de tocino y algún huevo cocido… Los guardas, “arrimados” y guardias, que engullían en tablero apartado, desde donde se visualizaba todo lo que los camareros llevaban y traían, no le quitaban ojo de encima a sobras de los más sabrosos manjares, consiguiendo no pocas con la táctica del guiñado del ojo a los “meninos”… Después del banquete, la comparsa cinegética, jubilosa, desinhibida y bastante descocada, se encaminó a  los puestos vespertinos, donde, (con tanto trago y gota) disparaban de manera más imprudente, que en los ojeos matutinos… En la mayoría de los ojeos de la tarde, los “secretarios” (que debíamos estar “al loro” de donde caían las perdices abatidas) nos teníamos que tirar al suelo, porque las dos pantallas de hojalata de cada puesto estaban para proteger la cabeza del tirador, que solía pegar tiros sin miramiento a las piezas “raseras”, que llegaban extenuadas después de varios vuelos. Entre el tremendo tronar del tiroteo, de pronto alguien grito:” ¡que le han dao un tiro en un ojo a Juan “Pancho” y a un señor, en la espalda…!”. Efectivamente, un repulido de la clientela cinegética también recibió una gran perdigonada… Juan, de amistoso “Pancho”, era hijo de una hermana de mi madre, (primo carnal mío) por lo que me encaminé  hacia la “posta”-puesto (había entre doce y catorce puestos) donde él hacía de “secretario”- cargador y recogeperdices”, encontrándolo con muecas de mucho dolor, cubriéndose el rostro con las manos. Finalizado el ojeo se armó cierto revuelo de protesta y malestar entre los “secretarios” y ojeadores que, aunque con temor y precaución, soterradamente, soltaban blasfemias, maldiciones e improperios: “..., si están hasta el culo de vino y de más cosas y se ponen como locos en cuanto ven una perdiz y van a ver quién es más…; según las perdices que mata, y les importa un pito si matan a alguno de nosotros… Si no fuéramos tan mamones y moscas muertas, otro gallo nos cantaría…”—voceaba uno… Caras de sorpresa, contrariedad y miedo, por si los oían los “señoritos” y no los “apuntaban” para más cacerías. “Toa la vida igual..., si nosotros valemos menos que una perdiz; me cagüen la puta madre…”—decía otro, rechinando los dientes… “No apretéis tanto con el revuelto, que algunos que chaspan tanto, cuando ven al amo se meten el rabo entre las patas…”_requiebra un motolo, acólito de la “clientela cinegética”… “Sintiendo al compadre ese, a ver quién es el curro que le pone el cascabel al gato, si entre nosotros nos vendemos por una chicha y un trago”. Objetaba un ojeador, ceñudo y corajudo, con enconado talante, a la vez que escupía enérgicamente, con mucho coraje, por la piquera de un colmillo...

Señalado y conocido el autor de los temerarios disparos, la “comparsa” decidió que “Pancho” y el otro plomeado, en los dorsales, fueran trasladados al hospital más cercano… Así lo hicieron, siendo ingresados en el hospital de Manzanares, donde al de la “comitiva venatoria” le extrajeron cincuenta perdigones de la espalda. Pero vista la gravedad de la lesión del ojo de “Pancho”, fue derivado al Hospital Provincial de Ciudad Real, donde permaneció ingresado un mes, sin que pudieran hacer nada para que recuperara la visión. El atestado y las diligencias instruidas al respecto, por las autoridades con competencia en la materia fueron: NINGUNAS. La única indemnización que Juan recibió por dejarlo tuerto del ojo derecho, fue un sobre abierto con cien mil pesetas, fruto de una recolecta, (según las lenguas malas y buenas) mientras barajaban bonito, en el caserío, en una de las frecuentes partidas nocturnas, de cartas,  en las que los “señores” se jugaban hasta la pellica… “Pancho”, tras innumerables viajes y carreras a clínicas de renombrados oftalmólogos, un día se presentó en Barcelona, en la consulta del doctor José Ignacio Barraquer, (al que obsequió con unas perdices) el cual, tras diagnosticarle la aniquilación te todos los órganos del ojo, y ver a “Pancho” desolado y aturdido, lo sosegó con la terapia de la palabra: “Señor Juan, sepa usted que yo no soy Dios; que aquí en estas calles donde yo tengo la clínica, también hay personas ciegas vendiendo cupones…”.

Entendiendo la realidad de aquellos tiempos (que no han mutado ni muerto), creo que a partir de aquel episodio, ya no volví a cargarles las escopetas, oxearles ni recogerles las perdices alicortadas y muertas a los amos del gran mundo…Recordando, aquellas glamurosas cacerías, plomerías perdiceras; aquellas garullas de pobreza y aquel vocerío: “ahí va esa señorito”, reclamando propina, hoy me molesta hasta el aire de aquellos días y también el todo falso del hoy; de ciertos flamantes demócratas, fardones, parlanchines engatusadores con engañosos ofrecimientos, que se instalan en los puestos-postas de antaño, imitando a aquéllos… Y nos manipulan a su conveniencia, como si fuéramos juguetes mal hechos… Se equivocó Antonio Machado al escribir: “Hoy dista mucho de ayer ¡Ayer es nunca jamás!

 

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