Fue aquél, un día de cacería u
“ojeos” un tanto aciago, en el coto “El Pedrosillo”… Los “ojeadores” partimos
al amanecer, montados en los remolques de dos tractores, para “ojearles” perdices
a los dueños y nuevos invitados… En uno de los vehículos estuvo a punto de
producirse una desgracia… No recuerdo bien si el volquete en cuestión marchaba
delante o detrás del que yo iba… Aquella amanecida había una escarcha-helada,
que engalanaba el matorral con enramados plumones y cencelladas de hielo, que
congelaban hasta nuestro resuello y las sensaciones de nuestro mundo anónimo,
esclavo, peregrino, ignorado, barato… En el tractor, el día anterior, habían
transportado bidones con combustible, para abastecer la maquinaria agrícola de
la finca… El mucho traqueteo por aquellos caminos de firme exfoliado,
taladrados de baches e incontables jorobas de riscos, ocasionó la pérdida de
materia inflamable, extendiéndose, impregnando restos de basura y paja
acumulados en abolladuras y rendijas de la carrocería… Varios “ojeadores”
fumaban con desazón, exhalando impetuosas bocanadas y aliento de humazo, para
deshelar la escarcha acumulada en la abertura y paño del “pasamontañas” que les
cubría la cabeza. Uno de los “ojeadores”, de manera impremeditada,
posiblemente, (alguien dijo que intencionadamente) arrojó una colilla o una
cerilla en el pajón, que rápidamente entró en ignición, chamuscando bien a los
“ojeadores” más lerdos y mayores, que tardaron en apearse por los laterales del
remolque… Aquel día se habían echado tres ojeos por la mañana y la comida de
los señores ya estaba a punto de bocado… Al caer la tarde se habían “cobrado”
unas setecientas cincuenta perdices. Era como un ineludible precepto que, en la
mayoría de las cacerías, a la hora del condumio, guardas, encargados, gestores o
tratantes de lo cinegético, cachearan los macutos de los “ojeadores”, para
requisarle perdiz, conejo o liebre que el “ojeador” había apiolado con el
sistema del garrotazo, en el transcurso del ojeo o en la “rebusca”, una vez
terminado el ojeo. En aquella cacería hubo suerte, no cachearon a nadie y los
“ojeadores” no podían disimular su contento, ya que, quien más quien menos,
todos escondían pieza en el talego… Los venadores pimplaron y llenaron la
andorga de lo lindo, en una adornada mesa donde no faltaba detalle y hasta los
manjares más exquisitos se mordisqueaban y no se ingerían del todo... En
nuestros zurrones y merenderas solo unas tajadillas de tocino y algún huevo
cocido… Los guardas, “arrimados” y guardias, que engullían en tablero apartado,
desde donde se visualizaba todo lo que los camareros llevaban y traían, no le
quitaban ojo de encima a sobras de los más sabrosos manjares, consiguiendo no
pocas con la táctica del guiñado del ojo a los “meninos”… Después del banquete,
la comparsa cinegética, jubilosa, desinhibida y bastante descocada, se encaminó
a los puestos vespertinos, donde, (con
tanto trago y gota) disparaban de manera más imprudente, que en los ojeos
matutinos… En la mayoría de los ojeos de la tarde, los “secretarios” (que
debíamos estar “al loro” de donde caían las perdices abatidas) nos teníamos que
tirar al suelo, porque las dos pantallas de hojalata de cada puesto estaban
para proteger la cabeza del tirador, que solía pegar tiros sin miramiento a las
piezas “raseras”, que llegaban extenuadas después de varios vuelos. Entre el
tremendo tronar del tiroteo, de pronto alguien grito:” ¡que le han dao un tiro
en un ojo a Juan “Pancho” y a un señor, en la espalda…!”. Efectivamente, un
repulido de la clientela cinegética también recibió una gran perdigonada… Juan,
de amistoso “Pancho”, era hijo de una hermana de mi madre, (primo carnal mío) por
lo que me encaminé hacia la “posta”-puesto
(había entre doce y catorce puestos) donde él hacía de “secretario”- cargador y
recogeperdices”, encontrándolo con muecas de mucho dolor, cubriéndose el rostro
con las manos. Finalizado el ojeo se armó cierto revuelo de protesta y malestar
entre los “secretarios” y ojeadores que, aunque con temor y precaución,
soterradamente, soltaban blasfemias, maldiciones e improperios: “..., si están
hasta el culo de vino y de más cosas y se ponen como locos en cuanto ven una
perdiz y van a ver quién es más…; según las perdices que mata, y les importa un
pito si matan a alguno de nosotros… Si no fuéramos tan mamones y moscas
muertas, otro gallo nos cantaría…”—voceaba uno… Caras de sorpresa, contrariedad
y miedo, por si los oían los “señoritos” y no los “apuntaban” para más
cacerías. “Toa la vida igual..., si nosotros valemos menos que una perdiz; me
cagüen la puta madre…”—decía otro, rechinando los dientes… “No apretéis tanto
con el revuelto, que algunos que chaspan tanto, cuando ven al amo se meten el
rabo entre las patas…”_requiebra un motolo, acólito de la “clientela
cinegética”… “Sintiendo al compadre ese, a ver quién es el curro que le pone el
cascabel al gato, si entre nosotros nos vendemos por una chicha y un trago”. Objetaba
un ojeador, ceñudo y corajudo, con enconado talante, a la vez que escupía
enérgicamente, con mucho coraje, por la piquera de un colmillo...
Señalado y conocido el autor de
los temerarios disparos, la “comparsa” decidió que “Pancho” y el otro plomeado,
en los dorsales, fueran trasladados al hospital más cercano… Así lo hicieron,
siendo ingresados en el hospital de Manzanares, donde al de la “comitiva
venatoria” le extrajeron cincuenta perdigones de la espalda. Pero vista la
gravedad de la lesión del ojo de “Pancho”, fue derivado al Hospital Provincial
de Ciudad Real, donde permaneció ingresado un mes, sin que pudieran hacer nada
para que recuperara la visión. El atestado y las diligencias instruidas al
respecto, por las autoridades con competencia en la materia fueron: NINGUNAS.
La única indemnización que Juan recibió por dejarlo tuerto del ojo derecho, fue
un sobre abierto con cien mil pesetas, fruto de una recolecta, (según las
lenguas malas y buenas) mientras barajaban bonito, en el caserío, en una de las
frecuentes partidas nocturnas, de cartas, en las que los “señores” se jugaban hasta la
pellica… “Pancho”, tras innumerables viajes y carreras a clínicas de
renombrados oftalmólogos, un día se presentó en Barcelona, en la consulta del
doctor José Ignacio Barraquer, (al que obsequió con unas perdices) el cual,
tras diagnosticarle la aniquilación te todos los órganos del ojo, y ver a
“Pancho” desolado y aturdido, lo sosegó con la terapia de la palabra: “Señor
Juan, sepa usted que yo no soy Dios; que aquí en estas calles donde yo tengo la
clínica, también hay personas ciegas vendiendo cupones…”.
Entendiendo la realidad de aquellos tiempos (que no han mutado ni muerto), creo que a partir de aquel episodio, ya no volví a cargarles las escopetas, oxearles ni recogerles las perdices alicortadas y muertas a los amos del gran mundo…Recordando, aquellas glamurosas cacerías, plomerías perdiceras; aquellas garullas de pobreza y aquel vocerío: “ahí va esa señorito”, reclamando propina, hoy me molesta hasta el aire de aquellos días y también el todo falso del hoy; de ciertos flamantes demócratas, fardones, parlanchines engatusadores con engañosos ofrecimientos, que se instalan en los puestos-postas de antaño, imitando a aquéllos… Y nos manipulan a su conveniencia, como si fuéramos juguetes mal hechos… Se equivocó Antonio Machado al escribir: “Hoy dista mucho de ayer ¡Ayer es nunca jamás!
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Viernes, 9 de Mayo del 2025
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