El suicidio es la salida
que algunas personas toman como respuesta a un problema que viven con tal
angustia que les impide contemplar otras soluciones. El suicidio no es un
capricho ni una llamada de atención, sino la más dramática expresión de la desesperación,
una que lleva tiempo reduciendo a cenizas cualquier capacidad de respuesta que
un ser humano pueda tener. Ese desconsuelo, como el dolor, es algo relativo y,
por tanto, no puede juzgarse cuando no se ha sufrido en propias carnes. Ni
siquiera el pesar de uno es comparable al de otro.
El suicida convive con
sus problemas desde hace meses, años tal vez. Ha intentado encontrar respuestas
y ha aplicado, como ha podido, estrategias para salir de aquello que le ahoga.
Y, sin embargo, ha fracasado. Esa imposibilidad, esa falta de acierto, esa
carencia de suerte incluso, le ha llevado a comenzar a pensar en quitarse la
vida. Con el paso de los meses, la frecuencia de pensamiento aumenta y, si el
problema no desaparece o se reduce, tomará la decisión para dejar de sentir
angustia.
La adolescencia es pura
fragilidad, pues los cimientos de nuestra personalidad están desprotegidos y
debemos construir un edificio sobre ellos lo suficientemente fuerte y flexible
como para afrontar todas las desdichas que en la vida nos asaltarán. Incluso,
siendo mayores, maduros y adultos, protegemos ciertas zonas oscuras de nuestro
ser que, en su día, no fraguaron adecuadamente. La adolescencia es (siempre lo
ha sido) una etapa repleta de problemas.
No obstante, al estrato
normal de incertidumbres y desalientos que acompaña a un adolescente, le hemos
añadido, en los últimos años, toneladas de basura que esperaban ser vertidas
más tarde, cuando la personalidad fuera lo suficientemente resiliente como para
soportarlas. Y lo hemos hecho nosotros, los adultos. Les hemos mostrado, a
través de nuestra vergonzosa permisibilidad con las pantallas, el asqueroso
mundo que les esperaba, una vez maduraran. Y, al mismo tiempo, hemos añadido
más capas de tierra muerta para que sus problemas aún pesen más,
convirtiéndose, en algunos casos, en insoportables. Les mostramos que la vida
de los demás es perfecta, que si no tienes lo que deseas, es mejor no existir,
que si algo te duele, eres el culpable y no quien te lo provoca, que el mundo
se acaba cuando nadie te responde, que un simple no acabará con tu vida social
y que tus errores los conocerá todo el mundo, que además es perfecto y, por
ello, te convertirás, para siempre, en la persona más ridícula de todas las que
habitamos el planeta. Todo lo anterior comienza a hornearse a los diez u once
años. Mientras no nos demos cuenta, mereceremos, como sociedad, lo que tenemos.
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Martes, 18 de Noviembre del 2025
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